miércoles, 8 de diciembre de 2010

Tigre Celta



El tipo se crío en Donaghmede, una barrio al norte, donde quedan todos los suburbios de Dublin, del otro lado del río Liffey. En 2005 sacó un disco con un título previsible: Aprovechá el día, pero después de escucharlo ese "seize" del título puede también traducirse como "agarrar" o "apoderarse". Agarrar el día, apoderarse del día. Eso sí es lo que propuso Damien Dempsey desde la primera vez que se subió al escenario de un pub roñoso y volvió a poner a un paddy al frente de la música irlandesa, pero ya sin el lugar común que construyó una idea de espíritu melancólico y con problemas de bebida.
Dempsey bajó de los ásperos barrios altos cuando los jóvenes irlandeses habían aprendido a olvidarse de la miseria y el peso de haber nacido en un país que, hambrunas y exilio mediante, cuenta con la mitad de la población que tenía allá por el siglo XIX, cuando en las casas se amontonaban a comer papa.
"Cuando escuches al tigre rugir, corré para la puerta / porque si sos pobre te come seguro / y así nos enteramos que el pobre tiene mejor gusto que el rico", rapeó en "Celtic Tiger" y muchos lo miraban como al cabeza de turno que no se adapta al presente. La cuestión es que ese disco de Dempsey volvió a hacerse de un discurso y un imaginario clasista casi 5 años antes de la catástrofe, pero más cruzado por la fe y la bronca que por la idea de una reivindicación proletaria.
Damien Dempsey se agarraba a trompadas con sus vecinos y se hizo boxeador, ganó un par de peleas, pero el Sean nos (el viejo canto de estilo irlandés y su enorme biblioteca oral) lo convencieron de salvarse las manos y probar suerte haciendo lo mismo que hacía acodado en los pubs después de catorce o quince pintas. Seize the day teminó siendo uno de los mejores discos en la historia de la música de un país con muchísima música.
Hoy en las calles de Dublin, mientras el viento se termina de llevar lo que dejó un tiempo de prosperidad vacío, alguien escribió en una pared del North Side "Damien me hace creer". Ya mucho antes de que se transformara en un héroe popular, un amigo que sabía bien lo que Dempsey tenía entre manos, filmó un documental donde se ve llorar a más de un gigante celta enfrente del escenario. La película, que se puede ver entera en youtube, se llama Esta todo bien, en referencia a un himno que iba a estar incluído en ese primer disco. "Soy un hombre enojado, sí / me saco la bronca, sí /con la bolsa, no con la basura", así arranca esa canción. Bolsa de basura (skagbag) es en el slang de Dublin algo así como nuestro negro cabeza.
Después de aquel disco vinieron otros dos, muy buenos (Shots y To hell or Barbados), con la misma idea: decir todo lo posible sin ser demasiado arrogante o demasiado esnob y, especialmente, hacerlo en un acento que estaba permitido en la música irlandesa sólo para The Dubliners: un inglés duro cruzado por el gaeilgue. Eso lo distanció de los popes contemporáneos como Sinnead O`Connor y Bono. Lo puso en otro lado, tanto que lo último que grabó (The rocky road, 2008) es una larga lista de las grandes canciones de los más grandes músicos celtas. 
En aquel ya viejo documental, mientras lo filman en una de esas callecitas que comunican las casas de los barrios industriales, se escucha un ruido de garage y una voz que le dice a Dempsey "Che, me podés dar una mano con esto", este le responde con una sonrisa y un poco de vergüenza que lo disculpe, que lo están filmando. El otro insiste, "vamos, es un minuto, nada más".


Cuando muera
quiero morir
no en la casa hecha por un desconocido
sino por las manos de un masai.


Cuando cante
quiero cantar,
cantar como un alondra, como el amanecer golpea la oscuridad,
dejar que una dulce melodía me libere.


Cuando ame
quiero amar,
no como un canalla sin un rastro de coraje,
sino como las flores aman el brillo del sol.
 
El campo de batalla ruge,
Corazón contra mente, lo que se quiere decir contra lo que se es,
Pequeñas piedras causan olas enormes.
 
Masai, Damien Dempsey

martes, 30 de noviembre de 2010

Bombuchas

Otra más. Vamos cercando el tejo. Aunque venga la hora de discutir cómo y quienes van a tener que cocer la carne de las leyes, lo cierto es que los incumplimientos van a dejar de ser simples malos modos para transformarse en delito. Esa es la pulpa de la gesta revolucionaria de cualquier democracia.
El problema de la ley burguesa no es un problema escencial, sino de bases. Un problema cuantitativo. Y si algo tiene esta época para ser considerada digna es que gran parte de las nuevas leyes descansan en gente y hechos que, incluso siendo ambos horribles para algunos, nos acercan al fuego flaco de la Justicia republicana. Y de eso se trata, de arrimarse al hilo del que cuelga el esqueleto hasta ser multitudes.
La ley de Salud Mental fue sancionada por unanimidad y, como dice un amigo, con la abstención de Nito Artasa, último chiste de la UCR antes del apocalipsis que fue transformarse en el centro de un conservadurismo demasiado mezquino hasta en sus avanzadas. Por un lado, y de manera muy general, esta norma termina con la figura tutelar sobre las internaciones. Es decir, ya no basta un juez para determinar si alguien tiene que ser o no internado cualquiera sea el caso. Por otra parte, obliga a una atención interdisciplinaria, lo que significa que en los tratamientos de saldu mental, además de privilegiar los tratamientos ambulatorios, quienes lo necesiten van a recibir la atención de un psiquiatra, pero también de un trabajador social, de un tallerista... básicamente el sistema de salud pasa a reconocer algo que, más allá del conocido colpaso, manchaba la tan preciada gratuidad: los costos sociales pagados por los internados. Gente que por patologías leves o moderadas podría estar fuera de un manicomio y, por ende, no perder la posibilidad de trabajar, o evitar ser expropiado, o estafado mientras camina de pared a pared sobremedicado. Según la Dirección Nacional de Salud Mental y Adicciones, el 90% de las camas del área de salud mental corresponde a manicomios, solo el 10% se divide en casas de medio camino u hospitales generales. Por último, para los grandes críticos de la desmanicomialización, no van a cerrarse los manicomios, sino que no van a poder construirse nuevas unidades. Tampoco se piensa vaciarlos a tontas y a locas, eso respondió a un proyecto inmobiliario del macrismo que, por ahora, sólo da vergüenza. Es como si estuvieramos asistiendo al momento donde ya no se construirán más cárceles, ni más armas.
Una gran cantidad de las leyes sancionadas, de las que ya tienen media sanción y de las que se discuten en mesa de entrada, son la superficie de un estado hermoso de la cuestión, porque no hay nada mejor que historizar lo que tiene que ser historizado o será nada.
Se vienen, según el eslogan del espíritu navideño, momentos de hacer balances. Y esta vez, crease o no, mientras pan dulce, turrón y sidra comienzan a asomarse a las góndolas, hay una sensación térmica de algo similar a pequeñas, pero serias roscas mentales y privadas en medio de todo lo real.
Estamos a días de darnos cuenta que sentarnos en ciertas mesas, nunca va ser lo mismo.       

martes, 23 de noviembre de 2010

Serenos




Qué queda de la noche anterior en el ojo bovino del que no duerme, en ese ojo que es diferente entre el que estuvo en vela y el que decidió que era una buena oportunidad para encontrarse con los amigos, camaradas que hace tiempo pasaron a formar parte del ejército de hombres maduros y que ocasionalmente deciden prender fuego una neurona. Qué ve ese único ojo abierto del que tuvo que no dormir, mientras cierra el otro porque el humo del anteúltimo cigarrillo pica. Está en paz el ojo? y su propietario? cómo es el noche a noche de alguien que vigila? Si hay una respuesta está en lo que une al que vive en la calle, al que está en guerra y a los serenos.
Hace tiempo tuve un auto. Me gustaban dos cosas: la ruta y el garage. El ruido de un motor pasado de rosca y el olor de muchos autos enfríandose. el tornado y el agua remanente, más o menos. Y siempre hablar algo con el sereno, dos boludeces, ir aprendiendo sobre su familia, él sobre la mia. hay que cutivar lo necesario para saber la estructura que en teoría contiene al que te mira mientras hablás y matás el tiempo.
Cómo es el trabajo de estar despierto en el desierto en el que, a veces, entra alguien para decir buenas noches y apenas un poco más. Cómo se acientan los 20 puchos diarios y los dos, tres termos de agua caliente. Es verde y amargo el círculo de sal que separa al sereno de la nada.
Ya no tengo auto, pero 3 veces por semana salgo a la calle a las 6.30 de la mañana. Una hora atroz. No importa que hayan querido embellecerla, la frontera es algo horrible, porque es en la frontera donde se deja lo que no se puede pasar del otro lado. Y los serenos no pueden estar de este lado del día, son desterrados, morochos con la piel blanca dedicados a un oficio que suena raro en tiempos de paz.
La música de los serenos será por siempre la música de la década que pasó y del comienzo de la actual que, como están las cosas si hablamos de canciones, es más o menos lo mismo. Y siempre la radio, nunca otra cosa que no sea la radio y AM, porque hay que escuchar que los otros respiran, que siguen ahí.
No tienen miedo de que sin su ojo la ciudad deje de existir, es demasiado específico lo que los preocupa y quizás ni siquiera tengan claro cómo funciona ese punto fijo que te cruza sin cabacear a la orilla de otro día. Por ahí tampoco sepan que están más cerca de lo que creen de ver el orden impreciso de las cosas.
Vivir de día nos mantiene a salvo. Hay un secreto insoportable en el vacío de estar alerta.

jueves, 11 de noviembre de 2010

En la cancha. Ocio.


El ocio tiene que ver con un derroche: dejar pasar el tiempo. Ahora, lo que muchas veces ocurre es que nunca se vincula esa abundancia con algo distinto a una idea general de felicidad. Estar al pedo vendría a ser algo intrínsecamente hermoso. La versión del ocio en la película de Lingenti - Villegas le da la espalda a este suposición casi universal. Lo que OCIO deja en claro es que el problema del tiempo es el objeto del tiempo, es el lugar donde se posa la mirada del que reposa, las cosas que revisa en su memoria y cómo calibra el cuadro de lo que debería ser, más o menos, el futuro. En la película ese objeto es la muerte de la madre, aunque no contada como generalmente el cine cuenta una muerte, fijándose en algo que está ausente para ahí instalar el drama, sino que en OCIO se van mostrando los restos de algo que sigue vivo y frena la historia personal y, hasta cierto punto, la del pequeño planeta que son los espacios propios en la ciudad. La muerte de la madre es que haya té berreta, que se coman fideos sin salsa, que se mire tele hasta tarde, que todos parezcan sin bañarse. Básicamente nada se mueve en la vida de un hombre, más bien se sienten las réplicas de un daño enorme. Lingenti - Villegas proponen en cada secuencia vivir el ritmo de ese tiempo, escuchar una canción entera, jugar al metegol o andar en bicleta. Esta historia es una historia desde cero, cada elección nos hace sentir eso, que todo empieza de nuevo, que lo que pasó apenas se conecta con lo que viene, que no hay posibilidad real de armar un relato, porque eso, al final, es lo que hay que decir. Por cosas así OCIO es una gran película y OCIO es una película argentina, por su producción, por origen, pero es más precisamente una película porteña o, afinando más, una película de barrio, de un barrio del sur en el que un pibe también puede sentir que la vida es algo delicado. Hay una pelota que en un momento golpea el toldo de chapa, viene de otro lado, el protagonista hace jueguito y después de vuelta a hacer nada. En otra escena, el padre la patea, la cuelga y nadie se lamenta demasiado, porque, de alguna manera, se hizo justicia. Estamos donde crecimos, los otros son conocidos. Algo te queda bien claro: está en la ciudad de todos. Lo que le pasa a este pibe no es sentimentalismo francés.

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Ocio, una película de Alejandro Lingenti y Juan Villegas,

basada en la novela de Fabián Casas.

A partir del jueves 11 de noviembre de 2010
Cine Cosmos
Av. Corrientes 2046
Jueves, viernes, sábados y domingos - 20 y 22 hs.

martes, 9 de noviembre de 2010

Desaparecen


¿Qué se está desmoronando? Porque pareciera que el destino se clavó en una playa del atlántico y dijo que nos tocaba a nosotros la experiencia de la muerte, a este país, ahora. No al de enfrente ni al del otro lado ni al que tiene mejor arena. Y en la profusión de la muerte pública, que es como morir en un pueblo donde alrededor de la plaza construyeron iglesia y municipio, viene el momento de comparar las pompas para ver lo que hacen los actos, sus efectos y lo que el tiempo va alisando. En todo velorio se llora y se hacen cuentas, saber cuánto hay de cada cosa nos puede dar las pautas de algo nada despreciable como las dimensiones del amor. No del amor milimétrico de la intimidad, sino del amor brutal de lo que somos en la calle. En ese amor se resume el tiempo de una nación.
Nadie se preguntó si ir o no a despedir a Alfonsín. Cuando murió Néstor todos sabían que salir o quedarse marcaba una diferencia en la historiografía pública y, finalmente, privada. ¿Qué pensaran los que miran el traje más oscuro colgando del placard pensando si ir o no al sepelio de Massera? Si es un familiar o un amigo no piensa más que desde la lógica afectiva del lugar que le toca, pedir otra cosa sería estúpido. Otra cosa es lo que pasa por el corazón y el cerebro de un hombre/mujer al que lo une con el fallecido un cariño público. Muchos deben estar pensando quién va a salir esta vez a la calle con un paraguas a brindar sus condolencias. Y bueno, la calle es de las mayorías, cuando no se da esa ecuación es porque vienen días ásperos.
Los conflictos en algunos casos explotan sus propios límites, en otros casos -o, de una manera muy complicada, en los mismos- los generan. La democracia en los últimos años nos hizo eso, nos puso cara a cara, nos dijo que para un lugar se podía ir y para otros no.
La creación de límites es el lado menos afable y querible de todo orden, y es uno de los principios que Massera y Cia supieron violar y corromper como nadie, hasta llevarnos a creer que teníamos que vivir a la intemperie, bajo un cielo estrellado, sin instituciones. Nada debe estar más cerca de lo que verdaderamente es un ritual que el momento donde toca elegir un color y que los demás lo vean. Minutos de silencio. 
Tenemos un lado y el otro y, a veces, hasta tenemos el comercio que la dinámica de la historia nos impone. Pero hay una frontera. 

sábado, 6 de noviembre de 2010

hace un minuto prendí la hornalla y ahora
desde la ducha oigo la casa a través del agua.

esto tiene que valer,
que ser el comienzo de una ola
que va a terminar golpeando una piedra.

no se lava mi cara ni la luna,
estamos sin hablarnos desde hace tiempo
cuando perdí una de las formas de la fe
y empecé a creer en los días y la estampida
con la que secan la ropa y la fuerza.

jueves, 28 de octubre de 2010

Néstor nestórida

El que pasa la valla con la silla de ruedas, el flaco que este viernes va a jugar a media máquina con los compañeros de la oficina, la profesora de geografía con una cadenita en la que cuelgan los nombres de sus hijos, un repartidor con los anteojos de sol en la cabeza, los chicos de quinto año que se mandaron mil mensajes de texto, los que se llevaron la vianda y a los que el horario del almuerzo no les alcanzó. Los que gritan con la cara roja el nombre de una mujer, los que aplauden, el que se tapa la cara con las manos y se acomoda lo que le queda para un viaje hacia el suburbio sobre un bondi que explota, los que se quedaron en un bar todo el día con un sólo café, los que tocan el bombo, los que te venden la garrapiñada a la mitad, el que te la vende al doble, la mujer que le moja la cabeza a una nena que imagina una pileta al final de la cola, los que piensan que al final de la cola, si llegan, van a encontrar algún peso para que nada los arrastre. Una verdadera multitud tiene que ser algo que ningún censo pueda, al final, contener.
Cuando hay multitudes, nos toca decir. Ya empezaron a sopesarse las virtudes que quienes siempre supieron entender pueden contar mejor. Lo cierto es que acaba de caer y tronar la ficha de la Historia. Y es cierto que es demasiado difícil y oscuro definir dónde termina una generación y empieza otra. Lo único que nos queda es pensar en épocas, en un mismo lodo.
La marca del tiempo está en elementos que lo contienen todo: el fuego, la rueda, el acero y la política. Se acaba de terminar un siglo de 7 años. El tiempo en que la política fue devuelta a su habitat natural, el de las clases, el de los conflictos como el ritual indispensable en que se forja un convicción y un sentido primitivo de lealtad.
Néstor y su siglo nos dejaron ese descubrimiento a quienes veníamos de pasar sed en un viaje donde todos los días nos faltaba tierra. Veníamos de formar un "nosotros" en que la idea de ver al pueblo argentino salú llorar un presidente, era un derecho negado. Un presidente, en nuestros sueños, era un hombre en el cual se confiaban conquistas y al que nos unía un afecto hondo. Como presidente y después, Néstor también tramó eso y le devolvió una cara, un nombre a la vértebra más legítima de toda democracia: la fe en los que gobiernan.
Los grandes políticos son los que historizan casi todo lo que tocan y ahí donde posan la mirada algo se levanta de entre las ruinas. Eso hace a la muerte algo bastante más dramático que la desaparición de la carne y el hueso, porque se asiste a una plaza donde las ilusiones y los proyectos se miden con el alambre oxidado de la realidad. Otra vez.

martes, 26 de octubre de 2010



mirame la remera,
los cables que arranqué
y me llevé de mi casa.


a mi hermano
mirale el corazón debajo del pelo
y la carne.


mirá las plantas que guardé
y la tierra donde eché ceniza y yerba.


somos hombres y esta
es la época donde las hojas
vuelan a otra vereda,
en camiones se las llevan
a lo alto de una montaña en la provincia
donde ningún ciclo empieza de nuevo.

domingo, 24 de octubre de 2010

"... ¿quién quería ser artista?, compañeros"



Se fue una semana en la que todos estuvimos equivocados y, como en toda tragedia, hubo un nicho de cinismo sobre el que habrá que pensar. Lo que va abajo es flor de anillo al dedo:

"Vamos a llamar al arte venganza. A la actitud de desarrollar únicamente ideales estéticos, a renovar personajes que interpretamos, a curiosear siempre en cosas nuevas y a desconfiar de lo que se anuncia como definitivo. Gozamos con las caídas inevitables. No nos van a pagar nunca antigüedad, pero no nos importa. Somos la ultra. Somos la más linda de todas las minorías que alguna vez anunció la patria. Somos los que vamos a restaurar el espíritu aventurero. Los que no tenemos más ganas ni tiempo de profundizar. Los compulsivos del cambio, los neuróticos que buscamos la quinta para al gato. A nosotros ya nos nos convencen así nomás de morir por la patria grande de San Martín o Tres de Febrero".

E. Schmidt, The Palermo Manifiesto.

lunes, 18 de octubre de 2010

17




Y dónde los años
gloriosos de las juventudes.

Si los hubo, lo que quedó
es una nata que no termina de cortarse.

Seca el pasto un amanecer,
los montes,
tamariscos para frenar el viento
y el brillo del agua
en el país de las mayorías.

viernes, 15 de octubre de 2010

CHI CHI CHI



Las canillas del lavadero. La llave del gas. Las lámparas y los cables de luz: los que van del sótano hasta el cuarto piso, los que van de la cocina al baño y del baño al living y del living a la pieza. Todo es un poco perturbador estos días.

Hasta hace unos meses y, particularmente hasta esta semana, parecía que el cobre era un legado de otro siglo, algo que occidente había superado, como el aceite extirpado a las ballenas. El cobre era sangre seca y vivíamos en paz porque ya nadie bajaba al centro de la tierra.

Pero los hechos existen para contradecir la calma y lo vimos por la tele. Primero, las imágenes de un alunizaje al revés, nos hizo pensar que los países pueden un día y a una hora determinada latir como un sólo órgano esencial. Después, pasó lo que pasa en las horas posteriores: el músculo que se había tensado vuelve a aflojarse para que se sienta el horror en un pinchazo. ¿Cómo es que alguien sigue buscando el PBI de una nación en las tripas de una montaña? ¿cuánto hay que poner en movimiento para que un drama no se vuelva tragedia y, además, sirva para escribir la épica necesaria para tiempos sin épica? ¿cuántos rescatistas, ingenieros propios y ajenos, ministros y comunicólogos hacen falta? Algunas cosas se responden con una calculadora y la historia de los apellidos ilustres de un país limpio, pero periférico. Otras, sólo Chile las sabe.

Días después del terremoto que bautizó la presidencia de Piñera, Pablo Paredes -poeta y docente chileno-, escribió pensando en el novísimo Presidente (arribado de La Alianza sin lírica) y la tragedia, si se intenta una resistencia a esta nueva venida de un conservadurismo más puro esta "deberá enfrentar el gran activo comunicacional del gobierno de La Alianza: ellos son, desde ahora, “El Gobierno de la Reconstrucción Nacional”.

En estos días veíamos en vivo cómo ese gobierno le salvaba la vida a 33 mineros y, al menos por un momento, si nos olvidamos de las condiciones lamentables de uno de los trabajos más penosos del planeta, es porque saber comunicar es un arte de guerra. Un arte que se resume a una dinámica central del que todas las otras son subsidiarias: negar y producir, producir y negar.

Una casi madrugada, mientras Feimann señalaba en pantalla gigante el hocico de un perro echado en el desierto de Atacama, se produjo el verdadero milagro: la derecha chilena rescatando mineros se transformó en Chile. Claro que mucha gente tembló, abajo y sobre la tierra, es cierto incluso que un operativo con el sello de la NASA puede salir muy mal. Pero lo seguro siempre fue una cosa: el poder latente de toda Gesta es pegar el volantazo de la Historia.

Ayer escuchaba una canción de Billy Bragg, un muchacho que de su nacimiento en un condado minero inglés supo hacer una marca con la que vendió un montón de discos. "El dinero habla por el dinero, el diablo por si mismo, ¿quién vendrá a hablar por la carne y por el hueso?" dice en There is a power in a Union, algo similar a lo que se escuchaba y se escuchaba hace años en Playa Girón, esa canción maravillosa de un Silvio Rodríguez maravilloso al que después mató lentamente su narcisimo y el amor por los mitos de un público deseoso de creer. Las dos canciones dicen algo sobre la prudencia en un sentido raramente no conservador. Quizás haya que aceptar que en los minutos donde los hombres están en peligro, se diga lo que se diga uno puede ser vulgar.

Los gauchos de este lado tendremos que volver a nuestro austero relato histórico del presente, un poco más enredado, lleno de guiños y figuras en una arena oscura y dura. En nuestra llanura no hay minerales. No tenemos un presidente de todos. No somos uno en la victoria. Estamos en conflicto. Y está bien.

domingo, 10 de octubre de 2010

Hiper


para Juanjo, que sueña con el asado del feriado


Mi viejo había comprado un auto gris metalizado que al sol parecía un trofeo de un día de pesca perfecto, 1989 era un año perfecto. A la noche las luces del tablero eran verdes, con algún que otro punto naranja. No iluminaban la cara de nadie, pero nos hacían sentir que estábamos en un mundo bastante mejor que el de quienes vivían en el mismo edificio y usaban la misma marca de heladera. La costumbre de mi viejo de poner fierros, transformadores y cables entre él y su idea de la pobreza, para entonces ya era un credo firme. Fiel, mi viejo alquiló una quinta en Monte Grande en un barrio de casas. Ni bien cerrado el compromiso de las fiestas, íbamos a bajar del sexto piso de Almagro a vivir una vida de ensueño a una hora del centro. Ese era el plan.

La quinta era una construcción de dos pisos con un parque que iba de un lado a otro de la manzana, una pileta y un cuartito para guardar tanques de cloro, una máquina para cortar el pasto y una bordeadora. Techos de tejas. La casa estaba despintada, pero algunas plantas con rosas chinas bastaban para cubrir la humedad que se estaba comiendo una de las paredes. Al final, tampoco importaba, iba a ser nuestro paraíso esa temporada, después que se lo tragara la tierra. Pero por dos meses le tocaba brillar, estar bajo la luz pareja de un enero en que no podía llover. 

No hubo que llevar demasiadas cosas, apenas un poco de ropa, toallas, sábanas y a los abuelos. A mi me tocó cargar la radio de mi abuelo, mi hermano apenas tenía dos años y, además, mi abuelo me hubiera preferido de todos modos. Era celoso a la hora de elegir quien guardaba los bienes de una era que consideraba mejor y muerta. Me había elegido como cómplice en su desesperación por que su país perdurara. Lo suyo ya no era el presente, a mi abuelo sólo le importaba aquello que tenía el valor de un tesoro, por lo que autos nuevos y quintas de verano lo tenían sin cuidado. Había aceptado sumarse a quienes haríamos familia numerosa en casa ajena, por la parrilla y por una galería con mosquitero que le dejaba vernos correr mojados, entrando y saliendo de la pileta.

El primer día nos repartimos las habitaciones, me tocó con mi prima que venía a quedarse todo el verano. Hasta no hace mucho tiempo pensaba que era completamente rubia, pero se trataba de una obsesión de mi tía. Le lavó el pelo con manzanilla todos los días durante años. Algunos decían que parecía salida de un campo de trigo, para mi era una pobre nena llorona parecida a un choclo. La quería muchísimo, yo no sabía si algo malo le pasaba o sus ataques de llanto eran un hábito. Por ese mismo cariño que le tenía, no quería que nada la descompusiera para siempre. Mi prima era de esas personas que no están para ser golpeadas por nada, a las que un poco de viento puede helarles los ojos o acordarse de un nombre puede quebrarles el alma. Por eso me alegró saber que iba a esta con nosotros y que teníamos que compartir esa pieza en la que había nada más dos camas y una ventana desde la que se veía el patio de unos vecinos.

La cocina, a pesar de los azulejos blancos, era oscura. En los lugares alquilados las cocinas se parecen más a un depósito, a una fábrica que a una cocina. Había una mesa larga en la que podíamos entrar mi viejo, su mujer, mi hermano, los abuelos, mi prima y yo.  Desde la ventana que daba al parque, alguien podría haber dicho que esperábamos algo sentados ahí, unos enfrente de otros. Mi abuelo y mi viejo hablaban de conocidos -vivos y muertos- mi abuela miraba que los platos estuvieran servidos y la mujer de mi viejo le limpiaba la boca a mi hermano cada vez que algo de comida se le caía por la pera. Con ella apenas hablaba, casi no tengo recuerdo de mirarla a los ojos, había un acuerdo como el que existe entre todos los animales, silencioso y permanente. Nadie iba a meterse en territorio ajeno. Mi prima me pateaba por debajo de la mesa.

La moneda brillaba y era fácil encontrarla si habrías bien los ojos. Hacía un par de meses que me mandaban a la pileta de Ferro, así que ya estaba entrenado como una foca. Aunque sin ninguna gracia, podía llegar al fondo de la pileta rápido y viendo casi todo. Mi prima se cansó de perder y terminé jugando solo. Me paraba de espaldas al agua, tiraba la moneda por arriba de un hombro, giraba y me largaba del borde. Eso valía un turno. Las dos cosas que me gustaban del juego eran el ruido de la moneda cayendo y meterme de cabeza. El encuentro medio bruto de un cuerpo con el agua era lo que me daba paz. El pasto, la casa, lo que se veía del otro lado del tapial, las tejas, todo se sostenía por el ruido del agua, como si fuera la pieza maestra de un sistema perfecto. Quizás el agua iba a salvarnos de esas horas ociosas donde va creciendo una furia inexplicable hacia los otros.

Parado en el borde vi a mi prima jugar con un palo cerca de la casa. Así durante cuatro o cinco turnos. Después con un frasco tratando de empujar algo adentro, eso duró tres turnos. En el siguiente turno escuché la voz de mi abuelo y en la voz de mi abuelo mi nombre que se abría paso por el abombamiento del agua. Yo era el culpable del llanto de mi prima que ahora tenía un aguijón en el dedo pulgar y los labios hinchados. Lo que siguió fue cruzar el parque empapado, secarme con una toalla donde quedaron restos de pasto y tierra y olvidar el resto del día, atravesado por el llanto parejo de mi prima, alguna que otra lección del hombre a cargo y el vuelo de pájaros que, desde una ventana, se veían negros y sin gracia sobre los techos de las casas donde la gente vivía en serio.

Mi viejo no tenía vacaciones, mi viejo trabajaba en la ciudad y todas las noches volvía para comer en el quincho y mientras masticaba recordarnos que todo paraíso exige un sacrificio. Mi viejo era el cordero por el que podíamos andar en maya y comer banana descalzos mientras el humo de las parrillas empezaba a copar el cielo. En el gusto y el tacto de esos días que pasaban en paz estaba la mancha indeleble del que no está y provee. Eso de lunes a viernes. Durante el fin de semana la casa se abría. Llegaban autos más viejos o más nuevos y, para el mediodía del sábado, la mitad del parque era un estacionamiento y en la mesa del quincho la gente buscaba sentarse lejos de los caballetes. Parientes, amigos y clientes se repartían por categoría aunque todos por igual habían decidido quedarse en la ciudad ese verano.

Los partidos de fútbol se hacían después de las cuatro y después de los partidos algunos se tiraban a dormir en el borde de la pileta, otros tomaban cerveza con los pies en el agua, mi prima y yo jugábamos a lo de siempre, pero más callados. Se hablaba poco. El abuelo miraba desde la galería con los ojos con los que se contemplan las imágenes que no se terminan de definir en un lugar de la cabeza. A las 9 encendía las luces del quincho y encendía el fuego y poco a poco los que habitábamos la casa y los que nos visitaban empezábamos a ponernos las remeras y las zapatillas y volvíamos a sentarnos a la mesa. Algunos se habían ido para entonces, pero se sumaban unos vecinos con los que el abuelo había decidido cultivar una amistad en la que se hablaba de animales. El vecino tenía unas orejas enormes y un zorzal y eso alcanzaba para que mi abuelo lo considerara una persona con más derecho a sentarse en su mesa que los dueños de autos, sean familia o desconocidos. El viejo estaba fascinado con su vecino orejón porque no hablaba de dinero, ni de economía, ni de política. Cuando alguien intentaba incluir al abuelo en una polémica, sentado en la silla, sin bajar la radio, decía: “yo ya probé lo que tenía que probar”. Lo fascinante de mi abuelo es que podía negar lo mismo de la misma manera todas las veces que fuera necesario.

Carne, pan, tomate, lechuga, multiplicados y sobre la mesa del quinto fin de semana en la quinta, con variaciones mínimas habíamos llegado a la primera semana de febrero. Ya estábamos ajustados a una nueva vida que pronto formaría los pasillos y salas de una nostalgia perfecta. La radio daba las noticias de las nuevas decisiones a tomar en un tierra que temblaba, la radio era el timón que me ayudaba a transformar en ideas los gritos de las visitas y las miradas de reprobación que mi viejo recibía del abuelo, mientras mi hermano y su madre se iban al primer piso y mi abuela lavaba una docena de platos con agua casi fría. Mi prima jugaba afuera corriendo luciérnagas y yo me sentaba cerca del vecino orejón para mirarle las orejas y que nadie se diera cuenta que estaba ahí, haciendo mis cuentas.

En la noche se perdía la música y algunas voces de los que charlaban en el parque, sentados en sillas de plástico, mirando los autos y las estrellas. Nosotros estábamos en la cama, el vecino estaba en la suya y nadie más quería irse, nadie parecía querer que fuera mañana. A veces alguien levantaba un poco la voz y mi viejo, desde el borde de la pileta balanceando la cabeza, chistaba. Eran claras las noches de febrero, un aire liviano que secaba la espalda de mi viejo y movía un poco los tilos. Liviana era la respiración de mi prima, quizás había cazado una luciérnaga y eso la tenía en paz o soñaba con un país donde ella no era ella o era ella, pero sin ganas permanentes de llorar. No quería que nadie la despertara y cada vez que se escuchaba el chistido de mi viejo terminaba un sufrimiento,  del que cualquier murmullo nuevo podía encender la mecha.

Mi viejo llegó temprano, el día de la compra de los huevos llegó antes de las seis con ganas de comer tortilla. Faltaba una docena de huevos para que hubiera para todos. Aunque menos que durante la semana, el elenco estable de la quinta en el ocio había aprendido a matar el tiempo en desayunos, almuerzos, meriendas y cenas que dejaban el día reducido a un palmo bajo el sol, lejos de la mesa. Fuimos caminando al mercado, mi viejo y yo. Conocíamos a esa altura el almacén del barrio y al almacenero: un cincuentón gordo de Monte Grande. Después de los saludos de siempre y de acomodar un poco la vista a la oscuridad del local mi viejo puso sobre la mesa dos botellas de vino que había sacado de un estante y pidió la docena de huevos blancos. No recuerdo si el problema fue el precio o la falta de huevos o las dos cosas o que el tipo tenía un banderín de River cerca de la caja. La cosa es que hubo gritos, una de las botellas termino reventada contra una de las alacenas y mi viejo me sacó  a rastras.

Esa noche, no hubo tortillas, apenas un poco de vino blanco que alguien había traído el fin de semana y todos habían evitado, más unos chorizos. Después de comer sólo mi abuelo se quedó sentado en la mesa. Abuela, prima, hermano, padre y esposa se repartían por sus piezas. Estuvimos un rato sin decir nada, después se levantó, encendió la radio, empezó a mover los restos del fuego con un palo. Estábamos parados uno al lado del otro, la cara me empezaba a arder por el calor, supongo que a él también. Pensé en las patas largas y rojas de las avispas. En la radio pasaban una canción suave, en una lengua que ninguno de los dos entendíamos, pero parecía quedar bien con el ritmo de una noche donde apenas pasaban nubes en el cielo sobre un auto plateado. Era difícil pensar en ese momento cómo dos personas podían irse cada una por su lado y darse la espalda después de haberse deseado la muerte.

lunes, 4 de octubre de 2010

La bondad de los amigos


Uno de los muchachos que vive entre San Telmo y Puerto Madero, en esas pocas cuadras donde de día se hacen trámites y de noche es de noche, consiguió esa película que hacía falta.

acá está.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Héroes


Yo, yo voy a ser rey
y vos, vos vas a ser reina
aunque nada se los pueda llevar
los podemos vencer sólo por un día,
podemos ser héroes sólo por un día.

Y vos, vos podés ser malvada
Y yo, yo puedo tomar todo el tiempo
porque somos amantes y es un hecho.

Aunque nada nos mantenga unidos
podemos robar tiempo sólo por un día,
podemos ser héroes por un día,
¿qué te parece?

Yo, yo quisiera nadar como los delfines,
como los delfines saben nadar,
aunque nada pueda mantenernos unidos
los podemos vencer.

Yo, yo puedo recordar,
parados contra la pared
con las armas disparando sobre nuestra cabezas,
nos besamos
como si nada pudiera caerse
y la vergüenza estuviera del otro lado.

Podemos ser héroes sólo por un día,
no somos nada
y nada va a ayudarnos,
por ahí estamos mintiendo,
mejor no lo digas,

pero podríamos estar más a salvo
sólo por un día.

D. Bowie + B. Eno (1977)

lunes, 27 de septiembre de 2010

Madreselva


Las películas bélicas tienen un encanto que de chico es casi un ejercicio natural y de adulto una afición pertubadora. ¿Por qué nos gusta ver morir? ¿Qué es lo que nos gusta de la sangre? La otra noche vi Rescue dawn, una película con Christian Bale, dirigida por Herzog. Básicamente los tipos se escapan de una choza donde unos campesinos militarizados los tratan como perros y se meten en una selva que termina siendo mucho más que un escenografía exótica, para transformarse en una fuerza autónoma. Dos tipos tironenado para pasar entre la vegetación, aldeas abandonadas donde de las casas se ven apenas perfiles, algunos techos libres de algo parecido a una madreselva, pero más decidida. Me hizo acordar a lo que contaba J.E. Rivera después de ver a los trabajadores del caucho. ...jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

Varios años traté de recordar el título de ese documental donde Herzog habla de lo que fue filmar en el Amazonas esa película en la que un barco queda clavado en un morro. Tampoco podía hacer memoria para recordar el nombre de esa peli en la que, como en tantas otras de Herzog, trabaja Kinski. Vi finalmente Fiztcarraldo, pero me gustó menos que aquel documental. Me pasé la película esperando ver alguien vestido con camisa celeste entre las hojas de uno de esos potus horrorosos que ocultan bestias. Al final, Kinski era menos que Herzog. Se nota cuando Kinski busca evitar hablar del señor director y, a su vez, todo lo que dice Herzog hace referencia a los momentos tensos compartidos con el actor durante el rodaje agua mineral de por medio. La indiferencia no siempre es un gesto tras el que se esconde un primate seguro de si mismo. Y, claro está, la indiferencia no mata.

Cuando apareció internet o más precisamente -muchos años después- durante aquella semana en la que coaguló la acción de "buscar" para reemplazar la mítica idea de "navegar", encontré unos comentarios sobre ese documental. El peso de los sueños se llama y por varios años más trabajé para que quedara en ese estado de la memoria que copia al neon, cuando no deja que un recuerdo se borre, pero tampoco horade. De algo sirvió, porque, pasado un tiempo, volví a buscar el nombre y supe que la filmó un tal Les Blank en 1982 y que el nombre en inglés es Burden of dreams. Durante un par de días boyé por varias páginas tratando de bajarla. No está o, por lo menos, no está disponible para los tipos con poco oficio de pesquisa. La volveré a ver en algún otro momento para festejar lo que nos une, algo así como una década de desencuentros. Eso sí, hay cosas que a veces reviso de ese documental, cosas que valían mucho la pena, aunque de casi todo eso puedo decir poco. Los que no tienen memoria guardan recortes de pelo.
Lo que me queda un poco más claro es el recuerdo de Herzog con la camiseta transpirada, diciendo algo así como que la naturaleza no es el contrapeso de la insatisfacción y la brutalidad humana, sino un estado de guerra permanente que, por suerte, cada tanto los hombres sabemos ordenar.

La Naturaleza es, en cierto punto, el ejemplo más a mano de la Nada, un vacío en tensión permanente con nuestra presencia. Lo sabían cuando el mundo era una sola cosa y lo siguieron sabiendo después, de un lado y otro del Muro. No habria que olvidarselo, esa es quizás la única y máxima enseñanza del Iluminismo. En ese sentido y por estos días, hay ejemplos tristes de involución, como en México, donde ya se dejó de pelear por el Estado, para desangrarse por el Territorio. En México ya no se disputan el Espíritu, sino la Materia. Está peluda la cosa, están en el horror que Herzog a su manera repite en muchas de sus películas. Grizzly man fondea esa profundidad, no es el mero relato de las andanzas de un oligofrénico enamorado de los cuadrúpedos, sino un ejercicio de Razón.

Kinski con sus ojos de piraña se enamoró de la selva para que se enamoraran de él. Eso es lo peor de algunos actores más o menos buenos: se saben mirados. Herzog, menos narcisista, optó por la aversión y, por eso mismo, se puso del lado de la esperanza. En concreto, ese Herzog creía en el universo humano como la única opción admisible, porque la Naturaleza, el mundo no dominado por el hombre no es malo ni bueno: sencillamente desconoce la idea de Justicia.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Hojaldre


Un número no menor de quienes fuimos niños en este país recordamos las partes esenciales de las normas que nos quisieron grabar a fuego. Mientras se nos quemaba la carne repetíamos: Nos, los representantes del pueblo.... Tardamos años y recién después de odiar nuestro cielo, nuestra tierra y nuestro ruido entendimos que una Carta Magna no podía tener un prólogo mejor. Para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo... Ese final es lo que antecede a todos nuestros derechos y garantías.

Venimos de una tradición liberal de las ambiciosas, por ser de las verdaderamente liberales, pero esto no forma parte del programa de Educación Cívica, quizás porque un alma no es nunca parte del plan, porque apenas se puede entender su fenomenología, sus manifestaciones caprichosas.

Los 80 fueron el reencuentro con lo más inalterable de esa genética política que nos hizo una nación moderna. Por entonces, la Ley volvió no sólo para juzgar a quienes habían violado sus partes más esenciales de las formas más evidentes. Casi en la coda de esos años, en lo que estaba por convertirse en el momento donde la economía empezó a horadarlo todo hasta dejarnos el temor a la Historia, ahí, en 1988 se sancionó la Ley 23.592, donde se decía que en nuestro país quedaba abolida la discriminación.

Supongo que, lógicamente, pasó desapercibida. Al menos no recuerdo que nadie nos haya hablado de eso. Da la impresión que crecimos sin saber que en aquella década habían ocurrido, además de algunas catástrofes, varias cosas que habían cimentado las bases de algo muy parecido a la dignidad. Nos hicimos hombres y mujeres en la derrota.

Ahora, 23 años después, la Ley antidiscriminación pasó por diputados y ya está por ser tratada en el Senado para que se aprueben algunas modificaciones. Pocas cosas reflejan tanto un espíritu de época como las revisiones de normas preexistentes. En este caso, los cambios propuestos reflejan el triunfo merecido de las minorías, especialmente en la ampliación de los grupos que pasan a ser protegidos explícitamente por la ley. Pero todo triunfo, hasta el de los justos, es asediado por el peligro del entusiasmo. Dice en la modificación del artículo 3: “Acreditado el acto que tenga por objeto o resultado impedir, obstruir, restringir o menoscabar el ejercicio de algún derecho o garantía, y la pertenencia a alguno de los grupos enumerados en el artículo 1 o el impacto perjudicial sobre alguno de los mismos, se presume su carácter discriminatorio y la carga de demostrar que el acto no es discriminatorio recaerá sobre el demandado....” Léase: el acusado debe probar que no cometió delito alguno. Léase: tanta es la necesidad y la convicción de protección que se justificaría violar el principio de inocencia. Semejante error sólo sobrevive el la Ley de Drogas 23.737, una especie de tren fantasma que superpone artículos redactados por la dictadura y el parlamento de los 90, contradiciendo toda jurisprudencia para cumplimentar la política criminal de la DEA.

A diferencia de ésta última, por época y por los actores que intervienen, queda claro que se trata del error de quien se encuentra por primera vez con el fuego. Por otra parte, quizás pase mucho tiempo hasta que se pueda hacer sin poner cosas en peligro. Quizás necesitemos alguna década más.
Cuesta aceptarlo cuando creemos en la velocidad, pero la democracia tiene ritmos primitivos y nunca pidió héroes, ni gestas. Eso fue necesario antes del principio, pero ya habitamos una época donde la luz y las tinieblas se distinguen bastante y donde lo que se demanda es, ante todo, un ejercicio permanente de la alerta frente a la naturaleza corrosiva de toda creencia.

Las superposiciones pueden no derivar en síntesis. La buena voluntad puede ser una máquina de guerra. La pacificación puede ser cruel. En tu jardín puede haber un camposanto.

No discriminarás, no discriminarás, no discriminarás.

domingo, 12 de septiembre de 2010

martes, 7 de septiembre de 2010

Cosas rústicas



En 1980 los Ramones sacaron The end of the century. Para algunos el disco que los excomulgó del punk, para otros significó un puñado de canciones que los salvó de ser un micro emprendimiento más en un país lleno de micro emprendimientos. Superando toda disputa, hay una idea básica que le da consistencia ósea a ese espíritu desprolijo y medio pelo de una de las más maravillosas bandas de la historia: somos jóvenes y no tenemos porvenir.

Éste es el fin, éste es el fin de los 70s,
éste es el fin, éste es el fin del siglo.
¿te acordás de estar tirado en la cama
con la frazada tapándote la cabeza?
la radio sonaba, así nadie podía ver.

Se había acabado la época de los sueños que, desde las antenas del mejor acero, reproducía las melodías de un credo. Se había terminado el tiempo de los grandes proyectos y había llegado la era de la melancolía y la parodia. Y eso fueron los Ramones.
Algo olía mal en la disputa interna de esa patotita de Nueva York, en ese odio infinito entre Joey y Johnny. El mundo era una sala de ensayo en la que un judío progre y un conservador por sentido común hacían canciones para las generaciones de entonces y las que estaban por desembarcar.
Se iba Jimmy Carter y llegaba Ronald Reagan a gobernar la tierra. Y eso también fueron los Ramones.
En ese tironeo en el que, como casi siempre, el malo se lleva a la novia del bueno, los Ramones desbarataron el axioma máximo de la cultura punk, porque entendieron que la historia seguía, que había que imprimir remeras y salir a buscar nuevos mercados al sur de la Florida. No era el que nos habían prometido, ni era para todos, pero había un futuro donde, muy de a rachas, el amor y la política iban a volver.
The end of the century salva y arruina la tarde,  porque recuerda que el nihilismo dura poco, que no construye nunca un sistema de ideas lo suficientemente fuerte para sobreponerse a esa manía que tiene la historia de renovar creencias. Y también porque eso que llamamos, en la pubertad ideológica, "el sistema" siempre tiene un lugar para nosotros.
Hey, ho.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Viene




No sé qué dice el psicoanálisis, pero entre los actos cuasireflejos de nuestra especie está insistir con la historia de ese día en el que, finalmente, no vamos a caminar más sobre la tierra. Aunque de una manera despareja, buscamos cómo contar el fin del mundo. El cine, como la máquina más obscena creada por la mano de los hombres, se hizo cargo no de contarnos, sino de mostrarnos, cada vez con mayor precisión, qué es lo que va a pasarnos.

Las mejores y las peores películas de Hollywood se dividen a partir de ese eje narrativo. Las perlas y la basura de la aplanadora de la imagen son historias de cómo va a ser el desierto. Del lado de los buenos están, por ejemplo, La guerra de los mundos (1953) y El Planeta de los Simios (1968). De las dos, la segunda es la mejor, o los últimos segundos de esa peli son mejor a todo lo anterior. Me acuerdo algo así: la estatua de la libertad hundida en la arena de una playa, en un atardecer amarillo. Me acuerdo de una sensación que hoy se puede ordenar más o menos en una idea: el temor a que exista un mundo donde seamos derrotados no tiene peso frente a la desilución y el pánico de que aquello que garantizaba simbólicamente nuestro orden ya no funcione. Es mayor el espanto de que no haya cómo adquirir una botella a que el agua no exista.

El problema de La guerra... es esa idea mítica de que, a fin de cuentas, hay algo que sostiene el universo, más allá de la dimensión “humana” que, en este caso, no importa, porque la moral que quiere imponerse no es universal. Para ser más claro, ahora que sabemos que los microorganismo son nuestra garantía contra la tecnología marciana, no todos queremos volver a nuestra rutina en los suburbios sin más. En contraste, la virtud de El planeta... es que nada puede reponerse, que la voluntad es papel mayé, que sólo quedan ruinas desde las cuales no puede recomponerse un orden o, de mínima, nada similar a lo que conocimos.

Evidentemente La guerra... está demasiado intervenida por la guerra fría, mientras en El planeta... ya estaba bien claro que el problema no eran dos universos, sino quien se quedaba con el único que había en una dinámica donde no iba a haber invasiones, sino zonas de influencia.

La parábola se va a cerrar con una larga zaga de películas que quedan definitivamente del lado de las malas, por aburridas, sobretodo (The day after tomorrow, Knowing, 2012, etc). Aquellas donde la desaparición es fruto de fuerzas inevitables, de cascotazos del cielo, que dejarán lugar a una reconstrucción en la misma clave moral que La guerra... Esta última sobrevive por haber desplegado una bataola que nos dejó atónitos, por esa mano de tres dedos largos del final.

Pero las mejores horas de ciencia ficción son esas donde no se narra el hecho espectacular de la disolución, sino en las que se plantea el ¿Qué hacer? del después. Por eso en El Planeta..., hacia el final, en la mejor cara épica de Charlton Heston se devela que hay que contar el horror de cuando lo humano se enfrenta a lo humano o, de otra manera, cuando lo humano que sobrevive se enfrenta a los deshechos de su creación y, claro, a la tumba de todas sus pertenencias. Por eso, lo indeleble de la ciencia ficción es el momento en que se enfrenta a los hombres con lo que queda de ellos, ante lo cual el tironeo con el poder de otras criaturas da más impresión que terror, y la evaporación instantánea del globo terráqueo nos da apenas la tristeza de un final de fiesta que sentimos prematuro.

En los últimos años hubo un par de aciertos. Si Will Smith no fuera tan rana y el final de I am a Legend no cayera nuevamente en el mismo brote verde de la voluntad humana, esa era otra película para poner en la lista de las que nos rompen el corazón. El pasto saliendo del asfalto, los pájaros y los siervos por la quinta avenida, edificios cubiertos de plástico, eso estaba bastante bien. Hasta la aparición de los nenes que salvan al mundo, la vida estaba en crisis y la película valía la pena. En Children of men pasa algo similar, pero las contradicciones del personaje hacen que la peli tire hasta el final al menos con la ilusión de que puede ocurrir algo más complejo que la salvación.

Hace poco, lo más entero de la ciencia ficción vino de la mano de uno de los libros más enteros de los últimos años. The road es una de esas historias (como las buenas de Mc Carthy, donde se puede incluir No country for old men) en las que se sigue cargando un fuego que nada tiene de moral simplificada. Bajo un cielo que nunca va a ser igual, se presentan personajes que tienen que arreglárselas con el vacío sin tiempo y sin espacio que implica la desaparición de las instituciones. A veces pienso que por eso la primera Mad Max es dramáticamente tan superior a las Mad Max que le siguen: porque un orden está desapareciendo, porque ahí mismo se va transformando en aire.

La nostalgia es una rémora espiritual en la ciencia ficción. Las grandes películas siempre transcurrieron en esas rutas en las que, cada tanto, se ve una silueta humana caminando despacio y hacia ningún lado. Las historias que se vuelven narraciones son esas donde la ilusión desiste y la esperanza se reduce a su vector básico, eso de aceitar la continuidad de una vida en medio de la peor versión de la nada: aquella donde se subsiste rodeado de lo que fue nuestra versión amada e imperfecta del paraíso.