jueves, 30 de septiembre de 2010

Héroes


Yo, yo voy a ser rey
y vos, vos vas a ser reina
aunque nada se los pueda llevar
los podemos vencer sólo por un día,
podemos ser héroes sólo por un día.

Y vos, vos podés ser malvada
Y yo, yo puedo tomar todo el tiempo
porque somos amantes y es un hecho.

Aunque nada nos mantenga unidos
podemos robar tiempo sólo por un día,
podemos ser héroes por un día,
¿qué te parece?

Yo, yo quisiera nadar como los delfines,
como los delfines saben nadar,
aunque nada pueda mantenernos unidos
los podemos vencer.

Yo, yo puedo recordar,
parados contra la pared
con las armas disparando sobre nuestra cabezas,
nos besamos
como si nada pudiera caerse
y la vergüenza estuviera del otro lado.

Podemos ser héroes sólo por un día,
no somos nada
y nada va a ayudarnos,
por ahí estamos mintiendo,
mejor no lo digas,

pero podríamos estar más a salvo
sólo por un día.

D. Bowie + B. Eno (1977)

lunes, 27 de septiembre de 2010

Madreselva


Las películas bélicas tienen un encanto que de chico es casi un ejercicio natural y de adulto una afición pertubadora. ¿Por qué nos gusta ver morir? ¿Qué es lo que nos gusta de la sangre? La otra noche vi Rescue dawn, una película con Christian Bale, dirigida por Herzog. Básicamente los tipos se escapan de una choza donde unos campesinos militarizados los tratan como perros y se meten en una selva que termina siendo mucho más que un escenografía exótica, para transformarse en una fuerza autónoma. Dos tipos tironenado para pasar entre la vegetación, aldeas abandonadas donde de las casas se ven apenas perfiles, algunos techos libres de algo parecido a una madreselva, pero más decidida. Me hizo acordar a lo que contaba J.E. Rivera después de ver a los trabajadores del caucho. ...jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

Varios años traté de recordar el título de ese documental donde Herzog habla de lo que fue filmar en el Amazonas esa película en la que un barco queda clavado en un morro. Tampoco podía hacer memoria para recordar el nombre de esa peli en la que, como en tantas otras de Herzog, trabaja Kinski. Vi finalmente Fiztcarraldo, pero me gustó menos que aquel documental. Me pasé la película esperando ver alguien vestido con camisa celeste entre las hojas de uno de esos potus horrorosos que ocultan bestias. Al final, Kinski era menos que Herzog. Se nota cuando Kinski busca evitar hablar del señor director y, a su vez, todo lo que dice Herzog hace referencia a los momentos tensos compartidos con el actor durante el rodaje agua mineral de por medio. La indiferencia no siempre es un gesto tras el que se esconde un primate seguro de si mismo. Y, claro está, la indiferencia no mata.

Cuando apareció internet o más precisamente -muchos años después- durante aquella semana en la que coaguló la acción de "buscar" para reemplazar la mítica idea de "navegar", encontré unos comentarios sobre ese documental. El peso de los sueños se llama y por varios años más trabajé para que quedara en ese estado de la memoria que copia al neon, cuando no deja que un recuerdo se borre, pero tampoco horade. De algo sirvió, porque, pasado un tiempo, volví a buscar el nombre y supe que la filmó un tal Les Blank en 1982 y que el nombre en inglés es Burden of dreams. Durante un par de días boyé por varias páginas tratando de bajarla. No está o, por lo menos, no está disponible para los tipos con poco oficio de pesquisa. La volveré a ver en algún otro momento para festejar lo que nos une, algo así como una década de desencuentros. Eso sí, hay cosas que a veces reviso de ese documental, cosas que valían mucho la pena, aunque de casi todo eso puedo decir poco. Los que no tienen memoria guardan recortes de pelo.
Lo que me queda un poco más claro es el recuerdo de Herzog con la camiseta transpirada, diciendo algo así como que la naturaleza no es el contrapeso de la insatisfacción y la brutalidad humana, sino un estado de guerra permanente que, por suerte, cada tanto los hombres sabemos ordenar.

La Naturaleza es, en cierto punto, el ejemplo más a mano de la Nada, un vacío en tensión permanente con nuestra presencia. Lo sabían cuando el mundo era una sola cosa y lo siguieron sabiendo después, de un lado y otro del Muro. No habria que olvidarselo, esa es quizás la única y máxima enseñanza del Iluminismo. En ese sentido y por estos días, hay ejemplos tristes de involución, como en México, donde ya se dejó de pelear por el Estado, para desangrarse por el Territorio. En México ya no se disputan el Espíritu, sino la Materia. Está peluda la cosa, están en el horror que Herzog a su manera repite en muchas de sus películas. Grizzly man fondea esa profundidad, no es el mero relato de las andanzas de un oligofrénico enamorado de los cuadrúpedos, sino un ejercicio de Razón.

Kinski con sus ojos de piraña se enamoró de la selva para que se enamoraran de él. Eso es lo peor de algunos actores más o menos buenos: se saben mirados. Herzog, menos narcisista, optó por la aversión y, por eso mismo, se puso del lado de la esperanza. En concreto, ese Herzog creía en el universo humano como la única opción admisible, porque la Naturaleza, el mundo no dominado por el hombre no es malo ni bueno: sencillamente desconoce la idea de Justicia.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Hojaldre


Un número no menor de quienes fuimos niños en este país recordamos las partes esenciales de las normas que nos quisieron grabar a fuego. Mientras se nos quemaba la carne repetíamos: Nos, los representantes del pueblo.... Tardamos años y recién después de odiar nuestro cielo, nuestra tierra y nuestro ruido entendimos que una Carta Magna no podía tener un prólogo mejor. Para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo... Ese final es lo que antecede a todos nuestros derechos y garantías.

Venimos de una tradición liberal de las ambiciosas, por ser de las verdaderamente liberales, pero esto no forma parte del programa de Educación Cívica, quizás porque un alma no es nunca parte del plan, porque apenas se puede entender su fenomenología, sus manifestaciones caprichosas.

Los 80 fueron el reencuentro con lo más inalterable de esa genética política que nos hizo una nación moderna. Por entonces, la Ley volvió no sólo para juzgar a quienes habían violado sus partes más esenciales de las formas más evidentes. Casi en la coda de esos años, en lo que estaba por convertirse en el momento donde la economía empezó a horadarlo todo hasta dejarnos el temor a la Historia, ahí, en 1988 se sancionó la Ley 23.592, donde se decía que en nuestro país quedaba abolida la discriminación.

Supongo que, lógicamente, pasó desapercibida. Al menos no recuerdo que nadie nos haya hablado de eso. Da la impresión que crecimos sin saber que en aquella década habían ocurrido, además de algunas catástrofes, varias cosas que habían cimentado las bases de algo muy parecido a la dignidad. Nos hicimos hombres y mujeres en la derrota.

Ahora, 23 años después, la Ley antidiscriminación pasó por diputados y ya está por ser tratada en el Senado para que se aprueben algunas modificaciones. Pocas cosas reflejan tanto un espíritu de época como las revisiones de normas preexistentes. En este caso, los cambios propuestos reflejan el triunfo merecido de las minorías, especialmente en la ampliación de los grupos que pasan a ser protegidos explícitamente por la ley. Pero todo triunfo, hasta el de los justos, es asediado por el peligro del entusiasmo. Dice en la modificación del artículo 3: “Acreditado el acto que tenga por objeto o resultado impedir, obstruir, restringir o menoscabar el ejercicio de algún derecho o garantía, y la pertenencia a alguno de los grupos enumerados en el artículo 1 o el impacto perjudicial sobre alguno de los mismos, se presume su carácter discriminatorio y la carga de demostrar que el acto no es discriminatorio recaerá sobre el demandado....” Léase: el acusado debe probar que no cometió delito alguno. Léase: tanta es la necesidad y la convicción de protección que se justificaría violar el principio de inocencia. Semejante error sólo sobrevive el la Ley de Drogas 23.737, una especie de tren fantasma que superpone artículos redactados por la dictadura y el parlamento de los 90, contradiciendo toda jurisprudencia para cumplimentar la política criminal de la DEA.

A diferencia de ésta última, por época y por los actores que intervienen, queda claro que se trata del error de quien se encuentra por primera vez con el fuego. Por otra parte, quizás pase mucho tiempo hasta que se pueda hacer sin poner cosas en peligro. Quizás necesitemos alguna década más.
Cuesta aceptarlo cuando creemos en la velocidad, pero la democracia tiene ritmos primitivos y nunca pidió héroes, ni gestas. Eso fue necesario antes del principio, pero ya habitamos una época donde la luz y las tinieblas se distinguen bastante y donde lo que se demanda es, ante todo, un ejercicio permanente de la alerta frente a la naturaleza corrosiva de toda creencia.

Las superposiciones pueden no derivar en síntesis. La buena voluntad puede ser una máquina de guerra. La pacificación puede ser cruel. En tu jardín puede haber un camposanto.

No discriminarás, no discriminarás, no discriminarás.

domingo, 12 de septiembre de 2010

martes, 7 de septiembre de 2010

Cosas rústicas



En 1980 los Ramones sacaron The end of the century. Para algunos el disco que los excomulgó del punk, para otros significó un puñado de canciones que los salvó de ser un micro emprendimiento más en un país lleno de micro emprendimientos. Superando toda disputa, hay una idea básica que le da consistencia ósea a ese espíritu desprolijo y medio pelo de una de las más maravillosas bandas de la historia: somos jóvenes y no tenemos porvenir.

Éste es el fin, éste es el fin de los 70s,
éste es el fin, éste es el fin del siglo.
¿te acordás de estar tirado en la cama
con la frazada tapándote la cabeza?
la radio sonaba, así nadie podía ver.

Se había acabado la época de los sueños que, desde las antenas del mejor acero, reproducía las melodías de un credo. Se había terminado el tiempo de los grandes proyectos y había llegado la era de la melancolía y la parodia. Y eso fueron los Ramones.
Algo olía mal en la disputa interna de esa patotita de Nueva York, en ese odio infinito entre Joey y Johnny. El mundo era una sala de ensayo en la que un judío progre y un conservador por sentido común hacían canciones para las generaciones de entonces y las que estaban por desembarcar.
Se iba Jimmy Carter y llegaba Ronald Reagan a gobernar la tierra. Y eso también fueron los Ramones.
En ese tironeo en el que, como casi siempre, el malo se lleva a la novia del bueno, los Ramones desbarataron el axioma máximo de la cultura punk, porque entendieron que la historia seguía, que había que imprimir remeras y salir a buscar nuevos mercados al sur de la Florida. No era el que nos habían prometido, ni era para todos, pero había un futuro donde, muy de a rachas, el amor y la política iban a volver.
The end of the century salva y arruina la tarde,  porque recuerda que el nihilismo dura poco, que no construye nunca un sistema de ideas lo suficientemente fuerte para sobreponerse a esa manía que tiene la historia de renovar creencias. Y también porque eso que llamamos, en la pubertad ideológica, "el sistema" siempre tiene un lugar para nosotros.
Hey, ho.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Viene




No sé qué dice el psicoanálisis, pero entre los actos cuasireflejos de nuestra especie está insistir con la historia de ese día en el que, finalmente, no vamos a caminar más sobre la tierra. Aunque de una manera despareja, buscamos cómo contar el fin del mundo. El cine, como la máquina más obscena creada por la mano de los hombres, se hizo cargo no de contarnos, sino de mostrarnos, cada vez con mayor precisión, qué es lo que va a pasarnos.

Las mejores y las peores películas de Hollywood se dividen a partir de ese eje narrativo. Las perlas y la basura de la aplanadora de la imagen son historias de cómo va a ser el desierto. Del lado de los buenos están, por ejemplo, La guerra de los mundos (1953) y El Planeta de los Simios (1968). De las dos, la segunda es la mejor, o los últimos segundos de esa peli son mejor a todo lo anterior. Me acuerdo algo así: la estatua de la libertad hundida en la arena de una playa, en un atardecer amarillo. Me acuerdo de una sensación que hoy se puede ordenar más o menos en una idea: el temor a que exista un mundo donde seamos derrotados no tiene peso frente a la desilución y el pánico de que aquello que garantizaba simbólicamente nuestro orden ya no funcione. Es mayor el espanto de que no haya cómo adquirir una botella a que el agua no exista.

El problema de La guerra... es esa idea mítica de que, a fin de cuentas, hay algo que sostiene el universo, más allá de la dimensión “humana” que, en este caso, no importa, porque la moral que quiere imponerse no es universal. Para ser más claro, ahora que sabemos que los microorganismo son nuestra garantía contra la tecnología marciana, no todos queremos volver a nuestra rutina en los suburbios sin más. En contraste, la virtud de El planeta... es que nada puede reponerse, que la voluntad es papel mayé, que sólo quedan ruinas desde las cuales no puede recomponerse un orden o, de mínima, nada similar a lo que conocimos.

Evidentemente La guerra... está demasiado intervenida por la guerra fría, mientras en El planeta... ya estaba bien claro que el problema no eran dos universos, sino quien se quedaba con el único que había en una dinámica donde no iba a haber invasiones, sino zonas de influencia.

La parábola se va a cerrar con una larga zaga de películas que quedan definitivamente del lado de las malas, por aburridas, sobretodo (The day after tomorrow, Knowing, 2012, etc). Aquellas donde la desaparición es fruto de fuerzas inevitables, de cascotazos del cielo, que dejarán lugar a una reconstrucción en la misma clave moral que La guerra... Esta última sobrevive por haber desplegado una bataola que nos dejó atónitos, por esa mano de tres dedos largos del final.

Pero las mejores horas de ciencia ficción son esas donde no se narra el hecho espectacular de la disolución, sino en las que se plantea el ¿Qué hacer? del después. Por eso en El Planeta..., hacia el final, en la mejor cara épica de Charlton Heston se devela que hay que contar el horror de cuando lo humano se enfrenta a lo humano o, de otra manera, cuando lo humano que sobrevive se enfrenta a los deshechos de su creación y, claro, a la tumba de todas sus pertenencias. Por eso, lo indeleble de la ciencia ficción es el momento en que se enfrenta a los hombres con lo que queda de ellos, ante lo cual el tironeo con el poder de otras criaturas da más impresión que terror, y la evaporación instantánea del globo terráqueo nos da apenas la tristeza de un final de fiesta que sentimos prematuro.

En los últimos años hubo un par de aciertos. Si Will Smith no fuera tan rana y el final de I am a Legend no cayera nuevamente en el mismo brote verde de la voluntad humana, esa era otra película para poner en la lista de las que nos rompen el corazón. El pasto saliendo del asfalto, los pájaros y los siervos por la quinta avenida, edificios cubiertos de plástico, eso estaba bastante bien. Hasta la aparición de los nenes que salvan al mundo, la vida estaba en crisis y la película valía la pena. En Children of men pasa algo similar, pero las contradicciones del personaje hacen que la peli tire hasta el final al menos con la ilusión de que puede ocurrir algo más complejo que la salvación.

Hace poco, lo más entero de la ciencia ficción vino de la mano de uno de los libros más enteros de los últimos años. The road es una de esas historias (como las buenas de Mc Carthy, donde se puede incluir No country for old men) en las que se sigue cargando un fuego que nada tiene de moral simplificada. Bajo un cielo que nunca va a ser igual, se presentan personajes que tienen que arreglárselas con el vacío sin tiempo y sin espacio que implica la desaparición de las instituciones. A veces pienso que por eso la primera Mad Max es dramáticamente tan superior a las Mad Max que le siguen: porque un orden está desapareciendo, porque ahí mismo se va transformando en aire.

La nostalgia es una rémora espiritual en la ciencia ficción. Las grandes películas siempre transcurrieron en esas rutas en las que, cada tanto, se ve una silueta humana caminando despacio y hacia ningún lado. Las historias que se vuelven narraciones son esas donde la ilusión desiste y la esperanza se reduce a su vector básico, eso de aceitar la continuidad de una vida en medio de la peor versión de la nada: aquella donde se subsiste rodeado de lo que fue nuestra versión amada e imperfecta del paraíso.