Fito Paez siempre me rompió las pelotas por algo bastante elemental: hay pocas cosas tan espantosas como jactarse de algo ausente, esencialmente porque conlleva a la decepción. Y Fito Paez es un personaje decepcionante que supo comerciar un talento inexistente. Un músico sensacionalista, chillón, que tocó el cielo con los rulos con El amor después del amor, el disco más frívolo de una década bastante frívola. Desgraciadamente a monigotes como Rodolfo no les dió el caché para quedarse a vivir en Barcelona y encanecer apoyando una revuelta juvenil maximalista que reclama mejores créditos hipotecarios y el no aumento de la edad jubilatoria. Además de generar una mejor balanza comercial, la devaluación nos devolvió varios próceres de la cultura.
Fito es, sin dudas, un artista: una categoría vacía, enigmática, cuyo mayor secreto es ocultar la lógica del trabajo y, claro, todo aquello que tenga que ver con el cuentapropismo. Para definir un saber, tarde o temprano, hay que definirlo como mercancía. ¿Qué es un artista? o mejor, ¿de qué vive un artista? Quizás la dificultad para responder preguntas tan básicas es lo que constituyó el misterio en torno a esa noción, desde un principio, vaga. Pero del misterio surge el poder, porque en el caso de "los artistas", como en de los chamanes y los sacerdotes, la autoridad no radica precisamente en una práctica concreta, sino en un supuesto poder interpretativo, visionario. Esto, por ejemplo, habilita considerar repugnante al cincuenta por ciento de la población de una ciudad, más allá de que el análisis se base sólo en la misma sensación que muchos tuvimos frente al televisor cuando recibimos el guascazo de los cómputos. Pero, naturalmente, el artista tiene autoridad y aquello que los ciudadanos mortales dejamos en la calentura hogareña o, responsablemente, volcamos en nuestras células más o menos mediocres, el “legislador no reconocido de la humanidad” puede plantearlo en términos de verdad.
Fito es, sin dudas, un artista: una categoría vacía, enigmática, cuyo mayor secreto es ocultar la lógica del trabajo y, claro, todo aquello que tenga que ver con el cuentapropismo. Para definir un saber, tarde o temprano, hay que definirlo como mercancía. ¿Qué es un artista? o mejor, ¿de qué vive un artista? Quizás la dificultad para responder preguntas tan básicas es lo que constituyó el misterio en torno a esa noción, desde un principio, vaga. Pero del misterio surge el poder, porque en el caso de "los artistas", como en de los chamanes y los sacerdotes, la autoridad no radica precisamente en una práctica concreta, sino en un supuesto poder interpretativo, visionario. Esto, por ejemplo, habilita considerar repugnante al cincuenta por ciento de la población de una ciudad, más allá de que el análisis se base sólo en la misma sensación que muchos tuvimos frente al televisor cuando recibimos el guascazo de los cómputos. Pero, naturalmente, el artista tiene autoridad y aquello que los ciudadanos mortales dejamos en la calentura hogareña o, responsablemente, volcamos en nuestras células más o menos mediocres, el “legislador no reconocido de la humanidad” puede plantearlo en términos de verdad.
¿Cuándo Buenos Aires fue una ciudad maravillosa? ¿Cuándo fuimos ciudadanos ejemplares? ¿En qué momentos nuestras contradicciones no fueron repugnantes? Pensar que fuimos mejores es un rictus conservador y, en estas horas, tribunero. De partida, es negar la poco publicitada guerra de secesión argentina que se cargó más de 3 décadas del siglo XIX y todo de ahí en más... Por otra parte, ¿a quién le está hablando Fito Paez?, ¿a la indignación de los lectores de Página12, al progresismo, a la sombra de su melena proyectándose sobre una pared estensileada? En última instancia, cualquier análisis del progresismo debería hacerse en torno al flujo de votantes que osciló, en los dos años pasados, entre Pino y Macri. Y Filmus fue la mejor alternativa progresista de un modelo que, por suerte, no lo es. El progresismo ama las grandes consignas, el positivismo en todas sus formas que, finalmente, es el vaciamiento de la política en discurso y obra municipal.
Y qué pasa con El Sur, con la gente que vive en los bordes donde la ciudad se termina de la peor manera. ¿Fito piensa en eso?, ¿también le repugna? Quizás el Qué es esto de Fito merece preguntas por el estilo, repasar la realidad que queda del lado que Pueyrredón se llama Jujuy y aclarar que los militantes rentados y el dinero que bajó a los barrios más desangelados no alcanza nunca para explicar el por qué los más pobres deciden votar contra los que son más pobres todavía. Es que hay algo que se llama falsa conciencia y, también, hay pobres bien de derecha (que no tiene nada que ver con derechas), esos que quieren estar del lado blanco de la muralla que se levanta en toda ciudad que, pese al tiempo, nunca deja de ser medieval. Los más necesitados son los que quieren ser bienvenidos al reino del alumbrado público y de la red cloacal. Son los mismo que están entrenados como nadie en dos prácticas vitales: la supervivencia y la creencia. Y ahí estarán siempre, basta que alguien sepa hacer de las ilusiones una promesa que parezca sustentable. El macrismo acertó en esta lectura, mientras Pino proponía transparencia republicana y Filmus inclusión en el proyecto nacional y popular, Mauricio plantó su “buena onda y administración” construyendo con los pobres un vínculo que mucho tiene de religioso.
Buenos Aires votó bien porque fue fiel a su historia, leal a sus contradicciones y confiada en el lugar privilegiado que le toca en la Historia. Ganó el progresismo, ganó la derecha. Fito no perdió nada.