jueves, 23 de febrero de 2012

El tren



Los que no estuvimos en ese tren escuchamos las ambulancias y los helicópteros, vimos las fotos, la tele. La primera pregunta, de la ciudadanía para afuera, pretende encontrar responsables. Claro que en torno a esa inercia justa ya sobrevuelan discursos, construcciones que van de la estupefacción hasta la mismísima maldad. Pronto tiene que llegar el sangrado de las estructuras que hicieron que la tragedia de once se fuera apilando, contrato sobre contrato, favor sobre favor, óxido sobre óxido. Hasta explotar.
Mi primer pregunta sobre lo ocurrido la hizo mi viejo, me llamó casi a las nueve. "Ah, menos mal, estás en tu casa. ¿Te enteraste de lo del tren?". A partir de ahí seguí los pasos que siempre siguen las mayorías: prendí la tele.
En el medio mundo con el que se pesca lo que está pasando, me quedé con un par de cosas: algunas notas infames en los diarios (que ya no se dividen en matutinos y vespertinos), las imágenes, las imágenes, las imágenes y la conferencia de prensa de Schiavi, más precisamente, con esas milésimas de segundo que tardó en buscar la frase de un alcalde de los ángeles y leerla con voz trémula. “Tengo el corazón roto, nunca he visto nada igual”, dijo el secretario que dijo el alcalde. Schiavi: algo no ocurrió en ese instante en el que todo -salvo la información- debería haberse transformado de mínima, en constricción, ese recogimiento del alma del que quisieron apropiarse los católicos. El secretario de Estado sólo leyó esa frase traducida, lo demás fue fluido, racional, correcto -sobre todo en comparación con la avidez carnívora del Partido de los Medios que son los medios-. Pero en ese día de acero, hacía falta todo eso y algo más. Porque hay aspectos políticos, técnicos y humanos con los que las instituciones burguesas fueron soñadas.
Lejos del fuelle que formaron esos vagones, desde la superestructura llegó un poco deslucido un recogimiento en forma de 48 horas de duelo nacional y la suspensión de la coronación del carnaval. La verdad es que muchos necesitaban mucho ver a la presidenta, quizás no tanto por lo político, sino porque a este gobierno se le tiene cariño o se lo desprecia. Era necesario y no pasó, seguramente por dialécticas bastante más complicadas de las que pueden esgrimir los malintencionados amuchados en Clarín y La Nación. Estoy en el grupo de los que creen que le tuvieron que poner una mano en el hombro y decirle: “espere hasta mañana, señora presidenta”.
De las pocas cosas que a esta hora quedan en pie están las casi veinte líneas que escribió Sebastián Hacher en su Facebook el día de ayer. "El Sarmiento es el tren de mi vida", dice. Y en algo, sin proponérselo tiene razón: una vía y todo lo que pasa alrededor y sobre de ella tiene que quererse así, nunca menos.
El Sarmiento fue el tren de mi vida también. Nací en Once y crecí en Almagro, con toda una familia en el interior bonaerense. Tomé con mi abuela el convoy que va de Buenos Aires a Lincoln durante años, El Diesel -como todavía lo llaman en el pueblo del que mis padres se escaparon- .Y yo, como mis padres lo hicieron con los suyos, abandoné al Sarmiento. Porque soy de clase media me pude comprar un taunus 82 en 2001 y dejé de sentarme a ver pasar el campo y empecé a cruzarlo con la adrenalina y la prepotencia del que cree tener un horario propio. También porque soy de clase media conservé la mascarada de la liturgia: sigo tomando mate y comiendo figazas de jamón y queso camino al Oeste.
Quizás hubo un momento en el que, también por mis bajezas de clase, dejé de salir por Once. Quizás en algún momento me sentí como ese cronista que ayer decía "Once, un barrio marcado por la tragedia", mientras la cámara ponchaba las toppers percudidas que cuelgan de un alambre en la calle Bartolomé Mitre. Lo que habría que decir es que Once es, ante todo, un barrio popular y ese hecho debería bastar para entender que cualquiera de sus buenas y malas estrellas no se debe a ningún destino trágico, sino a lo que nos pasó como país en los últimos 40 años.
Che, ¿cuándo fue exactamente que empezamos a creer que habíamos vuelto a la democracia victoriosos? En parte, la respuesta está en los trenes, tanto en lo que pasó ayer como en lo que ocurrió, como mínimo, desde 1991. La sentencia “cuando dejó de pasar el ferrocarril se murieron muchos pueblos” es sencilla y verdadera.
Por otra parte, estamos nosotros, los ciudadanos. Tendríamos que comenzar aceptando que la travesía de la segunda generación de clase media en adelante fue la de haberle dado la espalda a todo lo que nos parece una institución pública. Así fue que pudimos ver deshojarse al Estado sin transformarnos en piedra, mientras a los que tenían menos suerte se los chupaba el remolino que hacían los verdaderos ganadores.
En el tumulto que llamamos sociedad asistimos al despojo de dejar al Estado a merced de sus enemigos. Así de horrible fue la derrota en la que muchos entregamos el corazón, casi sin querer, al mundo de los servicios. Ante nuestros ojos lo público se transformó -variable más, variable menos- en la opción para los que no tienen opción. Eso también encendió la mecha de ayer. El fuego de esas imágenes también debería venir de ahí.