domingo, 10 de octubre de 2010

Hiper


para Juanjo, que sueña con el asado del feriado


Mi viejo había comprado un auto gris metalizado que al sol parecía un trofeo de un día de pesca perfecto, 1989 era un año perfecto. A la noche las luces del tablero eran verdes, con algún que otro punto naranja. No iluminaban la cara de nadie, pero nos hacían sentir que estábamos en un mundo bastante mejor que el de quienes vivían en el mismo edificio y usaban la misma marca de heladera. La costumbre de mi viejo de poner fierros, transformadores y cables entre él y su idea de la pobreza, para entonces ya era un credo firme. Fiel, mi viejo alquiló una quinta en Monte Grande en un barrio de casas. Ni bien cerrado el compromiso de las fiestas, íbamos a bajar del sexto piso de Almagro a vivir una vida de ensueño a una hora del centro. Ese era el plan.

La quinta era una construcción de dos pisos con un parque que iba de un lado a otro de la manzana, una pileta y un cuartito para guardar tanques de cloro, una máquina para cortar el pasto y una bordeadora. Techos de tejas. La casa estaba despintada, pero algunas plantas con rosas chinas bastaban para cubrir la humedad que se estaba comiendo una de las paredes. Al final, tampoco importaba, iba a ser nuestro paraíso esa temporada, después que se lo tragara la tierra. Pero por dos meses le tocaba brillar, estar bajo la luz pareja de un enero en que no podía llover. 

No hubo que llevar demasiadas cosas, apenas un poco de ropa, toallas, sábanas y a los abuelos. A mi me tocó cargar la radio de mi abuelo, mi hermano apenas tenía dos años y, además, mi abuelo me hubiera preferido de todos modos. Era celoso a la hora de elegir quien guardaba los bienes de una era que consideraba mejor y muerta. Me había elegido como cómplice en su desesperación por que su país perdurara. Lo suyo ya no era el presente, a mi abuelo sólo le importaba aquello que tenía el valor de un tesoro, por lo que autos nuevos y quintas de verano lo tenían sin cuidado. Había aceptado sumarse a quienes haríamos familia numerosa en casa ajena, por la parrilla y por una galería con mosquitero que le dejaba vernos correr mojados, entrando y saliendo de la pileta.

El primer día nos repartimos las habitaciones, me tocó con mi prima que venía a quedarse todo el verano. Hasta no hace mucho tiempo pensaba que era completamente rubia, pero se trataba de una obsesión de mi tía. Le lavó el pelo con manzanilla todos los días durante años. Algunos decían que parecía salida de un campo de trigo, para mi era una pobre nena llorona parecida a un choclo. La quería muchísimo, yo no sabía si algo malo le pasaba o sus ataques de llanto eran un hábito. Por ese mismo cariño que le tenía, no quería que nada la descompusiera para siempre. Mi prima era de esas personas que no están para ser golpeadas por nada, a las que un poco de viento puede helarles los ojos o acordarse de un nombre puede quebrarles el alma. Por eso me alegró saber que iba a esta con nosotros y que teníamos que compartir esa pieza en la que había nada más dos camas y una ventana desde la que se veía el patio de unos vecinos.

La cocina, a pesar de los azulejos blancos, era oscura. En los lugares alquilados las cocinas se parecen más a un depósito, a una fábrica que a una cocina. Había una mesa larga en la que podíamos entrar mi viejo, su mujer, mi hermano, los abuelos, mi prima y yo.  Desde la ventana que daba al parque, alguien podría haber dicho que esperábamos algo sentados ahí, unos enfrente de otros. Mi abuelo y mi viejo hablaban de conocidos -vivos y muertos- mi abuela miraba que los platos estuvieran servidos y la mujer de mi viejo le limpiaba la boca a mi hermano cada vez que algo de comida se le caía por la pera. Con ella apenas hablaba, casi no tengo recuerdo de mirarla a los ojos, había un acuerdo como el que existe entre todos los animales, silencioso y permanente. Nadie iba a meterse en territorio ajeno. Mi prima me pateaba por debajo de la mesa.

La moneda brillaba y era fácil encontrarla si habrías bien los ojos. Hacía un par de meses que me mandaban a la pileta de Ferro, así que ya estaba entrenado como una foca. Aunque sin ninguna gracia, podía llegar al fondo de la pileta rápido y viendo casi todo. Mi prima se cansó de perder y terminé jugando solo. Me paraba de espaldas al agua, tiraba la moneda por arriba de un hombro, giraba y me largaba del borde. Eso valía un turno. Las dos cosas que me gustaban del juego eran el ruido de la moneda cayendo y meterme de cabeza. El encuentro medio bruto de un cuerpo con el agua era lo que me daba paz. El pasto, la casa, lo que se veía del otro lado del tapial, las tejas, todo se sostenía por el ruido del agua, como si fuera la pieza maestra de un sistema perfecto. Quizás el agua iba a salvarnos de esas horas ociosas donde va creciendo una furia inexplicable hacia los otros.

Parado en el borde vi a mi prima jugar con un palo cerca de la casa. Así durante cuatro o cinco turnos. Después con un frasco tratando de empujar algo adentro, eso duró tres turnos. En el siguiente turno escuché la voz de mi abuelo y en la voz de mi abuelo mi nombre que se abría paso por el abombamiento del agua. Yo era el culpable del llanto de mi prima que ahora tenía un aguijón en el dedo pulgar y los labios hinchados. Lo que siguió fue cruzar el parque empapado, secarme con una toalla donde quedaron restos de pasto y tierra y olvidar el resto del día, atravesado por el llanto parejo de mi prima, alguna que otra lección del hombre a cargo y el vuelo de pájaros que, desde una ventana, se veían negros y sin gracia sobre los techos de las casas donde la gente vivía en serio.

Mi viejo no tenía vacaciones, mi viejo trabajaba en la ciudad y todas las noches volvía para comer en el quincho y mientras masticaba recordarnos que todo paraíso exige un sacrificio. Mi viejo era el cordero por el que podíamos andar en maya y comer banana descalzos mientras el humo de las parrillas empezaba a copar el cielo. En el gusto y el tacto de esos días que pasaban en paz estaba la mancha indeleble del que no está y provee. Eso de lunes a viernes. Durante el fin de semana la casa se abría. Llegaban autos más viejos o más nuevos y, para el mediodía del sábado, la mitad del parque era un estacionamiento y en la mesa del quincho la gente buscaba sentarse lejos de los caballetes. Parientes, amigos y clientes se repartían por categoría aunque todos por igual habían decidido quedarse en la ciudad ese verano.

Los partidos de fútbol se hacían después de las cuatro y después de los partidos algunos se tiraban a dormir en el borde de la pileta, otros tomaban cerveza con los pies en el agua, mi prima y yo jugábamos a lo de siempre, pero más callados. Se hablaba poco. El abuelo miraba desde la galería con los ojos con los que se contemplan las imágenes que no se terminan de definir en un lugar de la cabeza. A las 9 encendía las luces del quincho y encendía el fuego y poco a poco los que habitábamos la casa y los que nos visitaban empezábamos a ponernos las remeras y las zapatillas y volvíamos a sentarnos a la mesa. Algunos se habían ido para entonces, pero se sumaban unos vecinos con los que el abuelo había decidido cultivar una amistad en la que se hablaba de animales. El vecino tenía unas orejas enormes y un zorzal y eso alcanzaba para que mi abuelo lo considerara una persona con más derecho a sentarse en su mesa que los dueños de autos, sean familia o desconocidos. El viejo estaba fascinado con su vecino orejón porque no hablaba de dinero, ni de economía, ni de política. Cuando alguien intentaba incluir al abuelo en una polémica, sentado en la silla, sin bajar la radio, decía: “yo ya probé lo que tenía que probar”. Lo fascinante de mi abuelo es que podía negar lo mismo de la misma manera todas las veces que fuera necesario.

Carne, pan, tomate, lechuga, multiplicados y sobre la mesa del quinto fin de semana en la quinta, con variaciones mínimas habíamos llegado a la primera semana de febrero. Ya estábamos ajustados a una nueva vida que pronto formaría los pasillos y salas de una nostalgia perfecta. La radio daba las noticias de las nuevas decisiones a tomar en un tierra que temblaba, la radio era el timón que me ayudaba a transformar en ideas los gritos de las visitas y las miradas de reprobación que mi viejo recibía del abuelo, mientras mi hermano y su madre se iban al primer piso y mi abuela lavaba una docena de platos con agua casi fría. Mi prima jugaba afuera corriendo luciérnagas y yo me sentaba cerca del vecino orejón para mirarle las orejas y que nadie se diera cuenta que estaba ahí, haciendo mis cuentas.

En la noche se perdía la música y algunas voces de los que charlaban en el parque, sentados en sillas de plástico, mirando los autos y las estrellas. Nosotros estábamos en la cama, el vecino estaba en la suya y nadie más quería irse, nadie parecía querer que fuera mañana. A veces alguien levantaba un poco la voz y mi viejo, desde el borde de la pileta balanceando la cabeza, chistaba. Eran claras las noches de febrero, un aire liviano que secaba la espalda de mi viejo y movía un poco los tilos. Liviana era la respiración de mi prima, quizás había cazado una luciérnaga y eso la tenía en paz o soñaba con un país donde ella no era ella o era ella, pero sin ganas permanentes de llorar. No quería que nadie la despertara y cada vez que se escuchaba el chistido de mi viejo terminaba un sufrimiento,  del que cualquier murmullo nuevo podía encender la mecha.

Mi viejo llegó temprano, el día de la compra de los huevos llegó antes de las seis con ganas de comer tortilla. Faltaba una docena de huevos para que hubiera para todos. Aunque menos que durante la semana, el elenco estable de la quinta en el ocio había aprendido a matar el tiempo en desayunos, almuerzos, meriendas y cenas que dejaban el día reducido a un palmo bajo el sol, lejos de la mesa. Fuimos caminando al mercado, mi viejo y yo. Conocíamos a esa altura el almacén del barrio y al almacenero: un cincuentón gordo de Monte Grande. Después de los saludos de siempre y de acomodar un poco la vista a la oscuridad del local mi viejo puso sobre la mesa dos botellas de vino que había sacado de un estante y pidió la docena de huevos blancos. No recuerdo si el problema fue el precio o la falta de huevos o las dos cosas o que el tipo tenía un banderín de River cerca de la caja. La cosa es que hubo gritos, una de las botellas termino reventada contra una de las alacenas y mi viejo me sacó  a rastras.

Esa noche, no hubo tortillas, apenas un poco de vino blanco que alguien había traído el fin de semana y todos habían evitado, más unos chorizos. Después de comer sólo mi abuelo se quedó sentado en la mesa. Abuela, prima, hermano, padre y esposa se repartían por sus piezas. Estuvimos un rato sin decir nada, después se levantó, encendió la radio, empezó a mover los restos del fuego con un palo. Estábamos parados uno al lado del otro, la cara me empezaba a arder por el calor, supongo que a él también. Pensé en las patas largas y rojas de las avispas. En la radio pasaban una canción suave, en una lengua que ninguno de los dos entendíamos, pero parecía quedar bien con el ritmo de una noche donde apenas pasaban nubes en el cielo sobre un auto plateado. Era difícil pensar en ese momento cómo dos personas podían irse cada una por su lado y darse la espalda después de haberse deseado la muerte.