jueves, 28 de octubre de 2010

Néstor nestórida

El que pasa la valla con la silla de ruedas, el flaco que este viernes va a jugar a media máquina con los compañeros de la oficina, la profesora de geografía con una cadenita en la que cuelgan los nombres de sus hijos, un repartidor con los anteojos de sol en la cabeza, los chicos de quinto año que se mandaron mil mensajes de texto, los que se llevaron la vianda y a los que el horario del almuerzo no les alcanzó. Los que gritan con la cara roja el nombre de una mujer, los que aplauden, el que se tapa la cara con las manos y se acomoda lo que le queda para un viaje hacia el suburbio sobre un bondi que explota, los que se quedaron en un bar todo el día con un sólo café, los que tocan el bombo, los que te venden la garrapiñada a la mitad, el que te la vende al doble, la mujer que le moja la cabeza a una nena que imagina una pileta al final de la cola, los que piensan que al final de la cola, si llegan, van a encontrar algún peso para que nada los arrastre. Una verdadera multitud tiene que ser algo que ningún censo pueda, al final, contener.
Cuando hay multitudes, nos toca decir. Ya empezaron a sopesarse las virtudes que quienes siempre supieron entender pueden contar mejor. Lo cierto es que acaba de caer y tronar la ficha de la Historia. Y es cierto que es demasiado difícil y oscuro definir dónde termina una generación y empieza otra. Lo único que nos queda es pensar en épocas, en un mismo lodo.
La marca del tiempo está en elementos que lo contienen todo: el fuego, la rueda, el acero y la política. Se acaba de terminar un siglo de 7 años. El tiempo en que la política fue devuelta a su habitat natural, el de las clases, el de los conflictos como el ritual indispensable en que se forja un convicción y un sentido primitivo de lealtad.
Néstor y su siglo nos dejaron ese descubrimiento a quienes veníamos de pasar sed en un viaje donde todos los días nos faltaba tierra. Veníamos de formar un "nosotros" en que la idea de ver al pueblo argentino salú llorar un presidente, era un derecho negado. Un presidente, en nuestros sueños, era un hombre en el cual se confiaban conquistas y al que nos unía un afecto hondo. Como presidente y después, Néstor también tramó eso y le devolvió una cara, un nombre a la vértebra más legítima de toda democracia: la fe en los que gobiernan.
Los grandes políticos son los que historizan casi todo lo que tocan y ahí donde posan la mirada algo se levanta de entre las ruinas. Eso hace a la muerte algo bastante más dramático que la desaparición de la carne y el hueso, porque se asiste a una plaza donde las ilusiones y los proyectos se miden con el alambre oxidado de la realidad. Otra vez.