sábado, 12 de marzo de 2011

Gran Torino

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David Viñas, en principio, fue (como Sarmiento y Martínez Estrada) uno de los pocos intelectuales argentinos que miró para atrás y empezó a desenredar teniendo el presente como obsesión. Definitivamente fue el último intelectual que piso Puan 480, especialmente porque lo que le preocupaba excedía el falsete del rigor académico. Lo dejó en claro con 2 o 3 afirmaciones claras, precisas, virulentas y, más que nada, productivas.
Viñas no fue simplemente un profesor pagado por el Estado, ni un escritor comprometido, ni un crítico literario excepcional, fue puro peso específico, porque trazó una línea para seguir a nuestra literatura y nuestros ensayos filosóficos esenciales hasta la cueva en la que reside la trama que nutre nuestra historia de violencia. Literatura argentina y realidad política. En un sólo título se resume todo lo que para Viñas tenía que entenderse, fue su civilización y barbarie, esa dialéctica donde nada puede entenderse en aislamiento. Para Viñas la autonomía era una concesión, que no se había hecho la escuela de Frankfurt, sino quienes la habían leído sin estar bajo amenaza.
Viñas, como docente e intelectual (cosas inseparables en él, como oralidad y escritura, como novela y ensayo, como lectura y denuncia) montaba en cada una de sus apariciones una escena inaceptable: un viejo corriendo a muchachitos bien pensantes por izquierda, siempre y donde fuera.
Y fue la nata del pensamiento argentino del siglo XX porque además de hablar de literatura, hablaba de todo lo que se necesita para que la literatura tenga derecho a demandarnos tiempo. Y su tiempo, el de Viñas, era un lugar donde la transgresión, la provocación y la irreverencia eran hijas del ocio. Siempre se encargó de subrayar la idea de que la modernidad es un lugar donde lo que se disputa es, ante todo, el poder y sus consecuencias, y donde el excesivo amor por uno mismo y por las propias ideas pasa a ser algo bastante parecido a la mezquindad. Para él la clave estaba en la acción universal de un Estado: ese momento en que todos empezamos a estar ante la ley.
A diferencia de los que invirtieron años en sacárselo de encima, Viñas estaba peleado con otra cosa, de carne y hueso, pero otra. No es que Viñas haya sido más grande que sus detractores por ningunearlos, sino porque la disputa, en su caso, siempre era una parábola que terminaba en un lugar bastante más incómodo que las elecciones teórico-críticas.
El problema de toda necrológica es que termine siendo un lloriqueo autoreferencial. En ese caso toda necrológica puede ser una trampa. Me limito a tener un par de anécdotas, como cualquiera que cruzó a alguien significativo en su vida: "Particularice, caballero", fue una sentencia de las que se le escucharon.
Para Viñas todo tenía nombre y apellido, y detrás de cada uno de ellos y sus deshechos había un indicio más para entender un país austral en el que las palabras suaves, los rodeos y omisiones no sirven de legado, ni de refugio.