miércoles, 30 de marzo de 2011

Empantanau


No hay obsesión más severa que la identidad. Digamos que una pregunta tan general como "¿qué somos?", en los momentos de polarización política tiende a buscar suelo más firme y, por eso, empieza a apuntalarse tierra adentro. La polarización, en primera instancia, reagrupa en compartimentos amplios y generales, inventa un nosotros más amigable hacia adentro y mucho más compacto hacia afuera. Pero todo nosotros da paso a un entre nos, en dónde la necesidad de indagar por la identidad se torna más exigente, con más adjetivos.
Este devenir, dentro de lo que, muy vagamente, se llama la intelectualidad, acciona pesquizas particulares. A los rusos, por ejemplo, les llegó la hora de delimitar cuál era el deber ser del "escritor soviético", mientras que los norteamericanos tuvieron que producir el alma del "escritor americano". Las maquinarias culturales más grandes de la historia occidental arribaron a una conclusión similar: el problema es siempre lo que se perciba como lealtad. La cosa es que ambas terminaron recortando el objeto literario hasta dotarlo de un valor ético. Esto no sería un problema si no fuese que, por fuera de la obra, existe la vida, ese potrero en el que las definiciones de la ética no pueden ser medidas por un barómetro estético. Entonces y ahora: ¿cómo va a ser el croquis del "escritor kirchnerista"?

Los que escriben sobre los que escriben por estos días reeditan una discusión que tiene mucho de circular y, a la vez, implica una manera de entender la cultura y un grupo de supuestos sobre la acción militante de los escritores.
La primera conclusión a las apuradas es que en el estanque donde se miden la literatura y la política (P/L) los movimientos del agua son como las figuras de una riña de gallos, donde aunque uno mata, termina siendo el otro. Obligados como siempre, habría que pensar los límites entre P/L como el drama de una frontera en que la autonomía se construye entre, por lo menos, dos. Ni estetas, ni realistas. Ni idolentes, ni cacareo obediente. Lo único definitivo es el conflicto y algunas decisiones más o menos trascendentes.

Ante todo, en la actualización de cualquier debate, tienen que caerse algunas categorías teóricas. Se puede heredar una manía, pero no un sistema nervioso ajeno. Por eso, hay que retroceder al origen. La yema de la relación conflictiva P/L reside en la idea básica del hacer. ¿Qué hacer?, la gran rosca empezó con esa pregunta. En el caso de quienes hacen literatura el problema del hacer no debería sólo evitar enfocarse en la obra, sino también permitirse abiertamente discusiones que sepan evadirla. Entonces, una distinción entre quehacer político y producción literaria debería ser radical, pero de un modo radicalmente opuesto al arte por el arte, al arte comprometido e, incluso, al autonomismo.

Rusia en algo nos instruyó. El horror de los comisarios culturales no se fundó simplemente en tratar de imponer una literatura acorde a una construcción de poder, sino en no intentar ganar a los escritores como verdaderos hombres del partido.  Centrar la discusión en escribir para la revolución o escribir de espaldas a ella, dejó demasiado de lado que la realidad exigía definirse no tanto estéticamente como sí en clave desgarradoramente política: se es parte de un proceso como individuo o se está en contra o se es indiferente. Los soviéticos, claro, nunca aceptaron la última variante y la consideraron, sin más, parte de la contrarevolución. Pero era Rusia, otra gente y otro siglo.
Lo que parece venirnos de ese pasado helado es algo que tendría que quedar muy en claro: así como una policía cultural nunca es una salida, tampoco es una opción medir niveles de compromiso político exclusivamente a través de la producción de bienes culturales, independientemente de nuestro entusiasmo.  

Los debates de los últimos 60 años en torno a la tensión P/L alimentaron un mismo error: sobrestimar la importancia de la obra y ponerla a jugar en el terreno de los deberes o las opciones políticas. Esa tendencia configuró una discusión que sólo se puede dar puertas adentro de una cierta intelligentzia y que, por lo tanto, no verá nunca la luz del sol de todos. Pensar la apertura de los circuitos culturales sólo desde la máquina literaria es, desde la existencia de la radio, una opción reaccionaria. Es, ante todo, suponer que la palabra no escrita (o no escrita desde la protección de la autoridad) es insuficiente para formar una cultura que produzca sus propias alternativas y, al mismo tiempo, implica creer que una cultura producida al reparo puede dar respuestas a la intemperie.

El riesgo de plantear una discusión política en torno al objeto literario nos aleja de la única disputa que debería quitarnos el sueño y que es aquella que se da por el poder. Afinando un poco: la discusión P/L más apasionada, dialéctica mediante, instala la discusión en torno al criterio de autonomía. Su gobierno absoluto, su moralidad y su complejidad dinámica siguen siendo los puntos de vista que conforman los ejes del debate. Pero lo que nos empantana es que el ideal autonomista, como todo ideal, no tiene como vedette el lado vivo del conflicto, sino que posa el ojo y la bala en su fetiche, en este caso: la serie literaria. Como mucho, es la forma de caracterizar una tensión desde la perspectiva de la literatura, o más concretamente, desde el nicho de una intelligentzia cada vez más devaluada y que está, por naturaleza, demasiado lejos de dar respuestas políticas reales. Por otra parte, el adjetivo político aplicado al texto o al autor no deja de ser un capricho de teórico.

Mirándonos el ombligo, volviendo a casa y ahora, si existiera una identidad peronista (o kirchnerista, para que las emociones se ajusten más a los hechos) fuera de una fuerte y fortalecida construcción simbólica, y suponiendo que el hecho de serlo implicase un acuerdo sin fisuras con un proceso político que tiene mucho de inédito, ¿dónde anidaría aquello que llamamos compromiso? Si la respuesta está en la obra, perdimos más de medio siglo de tensiones. Si el sujeto de cambio se diluye en objetos literarios, lo mejor que se cosecha son compañeros de ruta que siguen el proceso político apasionadamente, pero a una distancia demasiado segura, sencillamente porque el entusiasmo nunca es adonde hay que llegar, sino de donde es necesario venir. Eso dejando de lado el oportunismo y la obediencia, dos troncos sin raíz (ni política, ni literaria).  

La sensación es que la realidad (no como ente inanimado, sino como el conjunto de hechos sobre los que disputamos definiciones), pide con sus gritos y patadas un cambio de paradigma a la hora de pensar el vínculo P/L. En un contexto donde un viejo orden de cosas, como mínimo, se retuerce, es hora de correr el eje de la literatura como un sobrevaluado agente de cambio en un mundo electrificado, para poder centrarnos en la carne cruda, en la necesidad del sujeto de transformarse en un ente activo e influyente, algo que, en el campo de la política, sólo se resuelve poniendo en riesgo el cuerpo (hoy el tiempo) y, finalmente, algunos saberes específicos; esos conocimientos que, padres con ciertos recursos mediantes, supimos conseguir. 

No estaría mal, parados en el comienzo del año que nos toca cruzar, transpirar para que los libros se sigan haciendo, que sobresalten lo necesario y que, para que no sirvan de refugio, nunca exista una literatura kirchnerista.