jueves, 16 de septiembre de 2010

Hojaldre


Un número no menor de quienes fuimos niños en este país recordamos las partes esenciales de las normas que nos quisieron grabar a fuego. Mientras se nos quemaba la carne repetíamos: Nos, los representantes del pueblo.... Tardamos años y recién después de odiar nuestro cielo, nuestra tierra y nuestro ruido entendimos que una Carta Magna no podía tener un prólogo mejor. Para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo... Ese final es lo que antecede a todos nuestros derechos y garantías.

Venimos de una tradición liberal de las ambiciosas, por ser de las verdaderamente liberales, pero esto no forma parte del programa de Educación Cívica, quizás porque un alma no es nunca parte del plan, porque apenas se puede entender su fenomenología, sus manifestaciones caprichosas.

Los 80 fueron el reencuentro con lo más inalterable de esa genética política que nos hizo una nación moderna. Por entonces, la Ley volvió no sólo para juzgar a quienes habían violado sus partes más esenciales de las formas más evidentes. Casi en la coda de esos años, en lo que estaba por convertirse en el momento donde la economía empezó a horadarlo todo hasta dejarnos el temor a la Historia, ahí, en 1988 se sancionó la Ley 23.592, donde se decía que en nuestro país quedaba abolida la discriminación.

Supongo que, lógicamente, pasó desapercibida. Al menos no recuerdo que nadie nos haya hablado de eso. Da la impresión que crecimos sin saber que en aquella década habían ocurrido, además de algunas catástrofes, varias cosas que habían cimentado las bases de algo muy parecido a la dignidad. Nos hicimos hombres y mujeres en la derrota.

Ahora, 23 años después, la Ley antidiscriminación pasó por diputados y ya está por ser tratada en el Senado para que se aprueben algunas modificaciones. Pocas cosas reflejan tanto un espíritu de época como las revisiones de normas preexistentes. En este caso, los cambios propuestos reflejan el triunfo merecido de las minorías, especialmente en la ampliación de los grupos que pasan a ser protegidos explícitamente por la ley. Pero todo triunfo, hasta el de los justos, es asediado por el peligro del entusiasmo. Dice en la modificación del artículo 3: “Acreditado el acto que tenga por objeto o resultado impedir, obstruir, restringir o menoscabar el ejercicio de algún derecho o garantía, y la pertenencia a alguno de los grupos enumerados en el artículo 1 o el impacto perjudicial sobre alguno de los mismos, se presume su carácter discriminatorio y la carga de demostrar que el acto no es discriminatorio recaerá sobre el demandado....” Léase: el acusado debe probar que no cometió delito alguno. Léase: tanta es la necesidad y la convicción de protección que se justificaría violar el principio de inocencia. Semejante error sólo sobrevive el la Ley de Drogas 23.737, una especie de tren fantasma que superpone artículos redactados por la dictadura y el parlamento de los 90, contradiciendo toda jurisprudencia para cumplimentar la política criminal de la DEA.

A diferencia de ésta última, por época y por los actores que intervienen, queda claro que se trata del error de quien se encuentra por primera vez con el fuego. Por otra parte, quizás pase mucho tiempo hasta que se pueda hacer sin poner cosas en peligro. Quizás necesitemos alguna década más.
Cuesta aceptarlo cuando creemos en la velocidad, pero la democracia tiene ritmos primitivos y nunca pidió héroes, ni gestas. Eso fue necesario antes del principio, pero ya habitamos una época donde la luz y las tinieblas se distinguen bastante y donde lo que se demanda es, ante todo, un ejercicio permanente de la alerta frente a la naturaleza corrosiva de toda creencia.

Las superposiciones pueden no derivar en síntesis. La buena voluntad puede ser una máquina de guerra. La pacificación puede ser cruel. En tu jardín puede haber un camposanto.

No discriminarás, no discriminarás, no discriminarás.