No sé qué dice el psicoanálisis, pero entre los actos cuasireflejos de nuestra especie está insistir con la historia de ese día en el que, finalmente, no vamos a caminar más sobre la tierra. Aunque de una manera despareja, buscamos cómo contar el fin del mundo. El cine, como la máquina más obscena creada por la mano de los hombres, se hizo cargo no de contarnos, sino de mostrarnos, cada vez con mayor precisión, qué es lo que va a pasarnos.
Las mejores y las peores películas de Hollywood se dividen a partir de ese eje narrativo. Las perlas y la basura de la aplanadora de la imagen son historias de cómo va a ser el desierto. Del lado de los buenos están, por ejemplo, La guerra de los mundos (1953) y El Planeta de los Simios (1968). De las dos, la segunda es la mejor, o los últimos segundos de esa peli son mejor a todo lo anterior. Me acuerdo algo así: la estatua de la libertad hundida en la arena de una playa, en un atardecer amarillo. Me acuerdo de una sensación que hoy se puede ordenar más o menos en una idea: el temor a que exista un mundo donde seamos derrotados no tiene peso frente a la desilución y el pánico de que aquello que garantizaba simbólicamente nuestro orden ya no funcione. Es mayor el espanto de que no haya cómo adquirir una botella a que el agua no exista.
El problema de La guerra... es esa idea mítica de que, a fin de cuentas, hay algo que sostiene el universo, más allá de la dimensión “humana” que, en este caso, no importa, porque la moral que quiere imponerse no es universal. Para ser más claro, ahora que sabemos que los microorganismo son nuestra garantía contra la tecnología marciana, no todos queremos volver a nuestra rutina en los suburbios sin más. En contraste, la virtud de El planeta... es que nada puede reponerse, que la voluntad es papel mayé, que sólo quedan ruinas desde las cuales no puede recomponerse un orden o, de mínima, nada similar a lo que conocimos.
Evidentemente La guerra... está demasiado intervenida por la guerra fría, mientras en El planeta... ya estaba bien claro que el problema no eran dos universos, sino quien se quedaba con el único que había en una dinámica donde no iba a haber invasiones, sino zonas de influencia.
La parábola se va a cerrar con una larga zaga de películas que quedan definitivamente del lado de las malas, por aburridas, sobretodo (The day after tomorrow, Knowing, 2012, etc). Aquellas donde la desaparición es fruto de fuerzas inevitables, de cascotazos del cielo, que dejarán lugar a una reconstrucción en la misma clave moral que La guerra... Esta última sobrevive por haber desplegado una bataola que nos dejó atónitos, por esa mano de tres dedos largos del final.
Pero las mejores horas de ciencia ficción son esas donde no se narra el hecho espectacular de la disolución, sino en las que se plantea el ¿Qué hacer? del después. Por eso en El Planeta..., hacia el final, en la mejor cara épica de Charlton Heston se devela que hay que contar el horror de cuando lo humano se enfrenta a lo humano o, de otra manera, cuando lo humano que sobrevive se enfrenta a los deshechos de su creación y, claro, a la tumba de todas sus pertenencias. Por eso, lo indeleble de la ciencia ficción es el momento en que se enfrenta a los hombres con lo que queda de ellos, ante lo cual el tironeo con el poder de otras criaturas da más impresión que terror, y la evaporación instantánea del globo terráqueo nos da apenas la tristeza de un final de fiesta que sentimos prematuro.
En los últimos años hubo un par de aciertos. Si Will Smith no fuera tan rana y el final de I am a Legend no cayera nuevamente en el mismo brote verde de la voluntad humana, esa era otra película para poner en la lista de las que nos rompen el corazón. El pasto saliendo del asfalto, los pájaros y los siervos por la quinta avenida, edificios cubiertos de plástico, eso estaba bastante bien. Hasta la aparición de los nenes que salvan al mundo, la vida estaba en crisis y la película valía la pena. En Children of men pasa algo similar, pero las contradicciones del personaje hacen que la peli tire hasta el final al menos con la ilusión de que puede ocurrir algo más complejo que la salvación.
Hace poco, lo más entero de la ciencia ficción vino de la mano de uno de los libros más enteros de los últimos años. The road es una de esas historias (como las buenas de Mc Carthy, donde se puede incluir No country for old men) en las que se sigue cargando un fuego que nada tiene de moral simplificada. Bajo un cielo que nunca va a ser igual, se presentan personajes que tienen que arreglárselas con el vacío sin tiempo y sin espacio que implica la desaparición de las instituciones. A veces pienso que por eso la primera Mad Max es dramáticamente tan superior a las Mad Max que le siguen: porque un orden está desapareciendo, porque ahí mismo se va transformando en aire.
La nostalgia es una rémora espiritual en la ciencia ficción. Las grandes películas siempre transcurrieron en esas rutas en las que, cada tanto, se ve una silueta humana caminando despacio y hacia ningún lado. Las historias que se vuelven narraciones son esas donde la ilusión desiste y la esperanza se reduce a su vector básico, eso de aceitar la continuidad de una vida en medio de la peor versión de la nada: aquella donde se subsiste rodeado de lo que fue nuestra versión amada e imperfecta del paraíso.